Mi suegra le dijo a mi hija que el pastel que había preparado para su cumpleaños no era ni bonito ni sabroso. Eso me hirió profundamente, y decidí que se arrepentiría de sus palabras.
Mi nombre es Catalina García, y vivo en Ávila, donde el aire otoñal llenaba el ambiente con el crujir de las hojas caídas. Esa noche hacía frío; el viento aullaba fuera, arrancando hojas amarillas de los árboles. Me encontraba junto a la ventana de la cocina, con una taza de té caliente en mis manos, mientras las palabras de mi suegra, Olga, resonaban en mi cabeza. Las había pronunciado unas horas antes durante la celebración de mi hija Inés: “Ese pastel no se ve apetecible y, en cuanto al sabor, temo que tampoco sea bueno”, soltó como una piedra lanzada al agua. Inés acababa de cumplir doce años y, llena de orgullo, había horneado y decorado ella misma el pastel con flores de crema de un delicado color rosa. Pero esas palabras rompieron su corazón; vi cómo contenía las lágrimas y su sonrisa se desvanecía bajo la mirada severa de su abuela.
Desde que Olga se convirtió en mi suegra, siempre hubo cierta frialdad entre nosotras. Ella era sofisticada y exigente, con un afán insaciable por la perfección, mientras yo era sencilla y abierta, guiada por el corazón. Sin embargo, jamás sus comentarios habían sido tan cortantes como en aquel instante, cuando hirieron a mi niña. En la oscura cocina, sentí mezcla de ira y dolor junto al aroma a vainilla aún presente en el aire. Decidí que no quedaría así; descubriría por qué había actuado de tal forma, y si era necesario, haría que tragase sus palabras con vergüenza.
Al día siguiente, el tiempo no mejoró —el viento seguía soplando y el cielo era de un plomizo agobiante. Inés se despertó con la mirada apagada, salió hacia la escuela en silencio sin probar el desayuno. Su tristeza repercutía en mí como un eco, y entendí que era momento de actuar. Tomé valor y llamé a mi esposo, Pablo, al trabajo. “Pablo,” comencé en voz baja aunque temblorosa, “hay que hablar sobre lo de ayer.” “¿Sobre mamá?”, adivinó al instante. “Sé que es brusca, pero…” “¿Brusca? —interrumpí con amargura—. ¡Inés lloró toda la noche! ¿Cómo pudo hacerle eso?” Pablo suspiró profundamente, como si llevara todo el peso del mundo sobre sus hombros. “Lo siento, hablaré con ella. Pero ya sabes cómo es, no escucha a nadie”. Sus palabras no me tranquilizaron; no podía esperar pacientemente a que lo resolviera. Si la conversación no funcionaba, encontraría otro camino, sutil pero efectivo.
Reflexioné sobre qué podría haber detrás de todo esto. ¿Acaso Olga estaba molesta conmigo, no con el pastel? ¿O había algo más que la inquietaba? La casa todavía olía a crema, pero la dulzura se mezclaba con el sabor amargo del resentimiento. Mientras Inés estaba en la escuela, llamé a mi amiga, Nuria, para desahogarme. “Caty, a lo mejor no tiene que ver con el pastel”, sugirió. “Quizás desplazó en Inés algún sentimiento negativo hacia ti o Pablo”. “No lo sé —dije, jugueteando con la esquina del mantel—. Pero su mirada era tan… fría, crítica, como si le hubiéramos fallado”. Al regresar esa noche, Pablo me contó que había hablado con su madre. Ella solo se encogió de hombros: “Están haciendo una montaña de un grano de arena”. Inés estaba en su habitación, sumergida en sus libros de texto, pero sus pensamientos estaban lejos.
Entonces decidí dar un paso que haría que Olga reconsiderara sus palabras. No era venganza, no; quería que sintiera cómo es que tus esfuerzos sean despreciados. La invité a cenar el fin de semana, mencionando que Inés prepararía el postre. “Está bien”, respondió con sequedad, y supe que no le hacía gracia. El día de la cena, los tonos crepusculares se adueñaban del exterior, y la casa estaba llena del aroma a repostería y naranjas. Me preocupaba que algo saliera mal, pero en el fondo sabía que Inés había aprendido de sus errores y crearía una obra maestra. Y no me decepcionó. El pastel terminó siendo mágico: bizcochos esponjosos, crema suave, un toque sutil de limón. Le susurré unos cuantos secretos, pero ella hizo el resto.
Nos sentamos a la mesa. Olga entornó los ojos: “¿Otro pastel?” —su voz tenía un deje de sarcasmo. Inés le tendió un trozo con cautela. Mi suegra lo probó, y noté cómo su expresión cambió: del desprecio a la sorpresa, y después, a algo más. Pero permaneció en silencio, con terquedad. Mi momento había llegado. Me levanté y saqué del armario una caja con un pastel; una réplica exacta de su “receta especial”, que en su día alababa como la mejor. Una amiga de la pastelería me ayudó a empaquetarlo como “un regalo de los vecinos”. “Olga, esto es una sorpresa para ti”, dije sonriendo. “Inés y yo queríamos recordar tu sabor favorito”.
Su rostro palideció al reconocer su receta. Probó un bocado, después indicó el pastel de Inés, y se detuvo. La diferencia era pequeña, pero nuestra versión resultaba más delicada, más refinada. Todos la miraron. Pablo aguardaba su reacción, y vi cómo su orgullo se resquebrajaba. “Yo… —comenzó, titubeando—. Antes me pareció crudo, pero… tal vez me equivoqué”. El silencio se apoderó del cuarto, solo se escuchaba el suave tintineo de las cucharas. Luego vio a Inés y dijo en voz baja: “Lo siento, querida. No debí decir eso. Estaba de mal humor… Tú y tu madre estáis creciendo tan rápido, lo hacéis todo solas, y parece que me dio miedo quedar fuera”.
Inés miraba a su abuela; en sus ojos se mezclaban rencor y esperanza. Después sonrió, tímida pero cálidamente. La tensión que había sobre nosotros se disolvió, dejando paso al acogimiento de un hogar antiguo. “Está bien, abuela”, susurró Inés. “Solo quería que te gustara”. Olga bajó la mirada y después tocó suavemente su hombro. “Me ha encantado”, dijo con voz casi apagada.
Mi pequeña estratagema con los dos pasteles funcionó. Olga comprendió que sus palabras no eran solo aire, sino un arma que hiere a quienes apenas aprenden a vivir. El viento entró por la ventana, trayendo frescura, y todos respiramos más aliviados. Su brusquedad pudo separarnos, pero gracias al talento de Inés y mi plan encontramos el camino hacia la paz. Esa noche, al probar el pastel de mi hija, sentí no solo su sabor, sino también la dulzura de la reconciliación, que nos unió como familia. Olga ya no miraba con desdén; en sus ojos apareció gratitud, y comprendí que a veces incluso las palabras amargas pueden convertirse en bien, si se actúa con amor.