Lo que descubrió en él después de diez años

Habíamos esperado este reencuentro como si fuera una eternidad. Diez años exactos desde el último timbre en nuestra escuela rural cerca de Granada, y ahí estábamos, casi todos del 11º B reunidos de nuevo en aquel aula conocida. Todos, menos Pablo, atrapado en viajes de trabajo, y Lucía, en casa con su recién nacido.

Y entonces, la puerta se abrió. Era ella.

Isabel.

La misma. La que hacía que a mitad de la clase se le cortara la respiración. La misma sonrisa que en el pasillo nos dejaba sin palabras. Allí estaba otra vez, pero ahora con un anillo en el dedo y esa sonrisa suave, como si el tiempo no hubiera pasado por ella.

—¡Javi, no has cambiado nada! —dijo desde el otro lado de la mesa.

Intenté responder algo ingenioso, pero la garganta se me secó. Todo igual que antes, solo que ya no teníamos diecisiete años.

En el instituto, los chicos éramos unos idiotas. Seis cabezas huecas enamoradas de la misma chica: de Isa. Lista, guapa, la mejor de la clase. Y sobre todo, con una luz especial dentro. Era amable con todos, sin coquetear ni dar preferencias, y eso nos volvía aún más locos.

—¿Por qué la seguís como perros tras un hueso? —bufaba Elena Mendoza, la chica del pupitre de al lado.

—¿Te pica la envidia? —replicaba Toni.

No me di cuenta entonces de cómo apretaba sus manos. No vi que sus ojos brillaban, no de rabia, sino de lágrimas.

Isabel, entre tanto, empezó a quedarse más tiempo después de clase con Víctor Martín. Callado, discreto, casi invisible. De esos de los que dicen «no tiene nada especial». Pero él le llevaba la mochila. Iba con ella a la biblioteca. Y la escuchaba.

—¿Qué ve en él? —mascullaba yo—. ¡Si es un panoli!

—Pero tiene más paciencia que todos nosotros juntos —se burlaba Toni.

Las chicas le tenían una envidia feroz. Sobre todo Elena. Nosotros no lo notábamos, demasiado cegados. Hasta que pasó lo que nos destrozó del todo.

Fue un día cualquiera. Antes del almuerzo. Isabel entró en clase, se sentó… y al instante saltó con un grito. Su espalda y vestido estaban empapados de un espeso sirope de fresa. Ese día lo servían en el comedor. La mancha era repugnante. Isabel, roja de vergüenza, salió corriendo. Y nosotros empezamos a gritarnos. Las acusaciones volaban como piedras: «¡Fue por celos!», «¡Lo hiciste a propósito!», «¡Seguro que fue Elena!». Yo estaba convencido de que había sido ella. No podía perdonarlo.

Desde entonces, nuestra «unida» clase se desmoronó. Los rencores crecieron, las sospechas nos carcomían. Ni siquiera fuimos juntos a la graduación. No hubo foto de grupo. Solo los diplomas… y cada uno a su casa. La profesora lloró en silencio en la sala de maestros. Nosotros callamos.

Y hoy…

Hoy Isabel está sentada frente a mí. La misma sonrisa, más serena, madura. Resulta que fue ella quien nos buscó —por redes sociales—. Creó un grupo. Reunió a nuestra clase dispersa en lo virtual… y luego en persona. Y de pronto recordamos que alguna vez fuimos cercanos. Que éramos parte de algo más grande. Volvimos a reírnos en aquel aula. Como si el tiempo se hubiera doblado.

Entonces Isabel llamó a alguien del pasillo. Y entró un chico alto. Su rostro me resultaba dolorosamente familiar. Era su hermano pequeño, Adrián, a quien recordábamos como un adolescente enclenque, siempre con la nariz mocosa.

—Venga, dilo. Lo prometiste —le animó Isabel.

Adrián vaciló. Y entonces soltó:

—Fui yo quien tiró el sirope. Isa me hizo rehacer los deberes dos veces y… bueno, quise vengarme.

El silencio se hizo denso. Perdimos nuestra graduación… por un crío y un par de cucharadas de sirope. Daban ganas de reír y llorar a la vez.

Más tarde, todos compartieron sus vidas: trabajos, hijos, viajes. Yo callé. Mi existencia no daba para grandes historias. Hasta que Isabel se levantó y rodeó con su brazo a Víctor. Ese mismo. El callado. El discreto.

—Llevamos cinco años casados —dijo con naturalidad, como si hablara del tiempo.

Apreté los dientes. No de rabia. De dolor. Porque ni después de tantos años pude soltar aquel sueño de adolescencia.

Luego, cuando el bullicio bajó, me acerqué a Víctor:

—¿Cómo lo hiciste?

Me miró con una sonrisa.

—¿Recuerdas cuando se rompió la pierna esquiando?

Asentí. Lo recordaba perfectamente. Incluso fui una vez, con chocolatinas. Me quedé en la puerta y me marché.

—Yo iba todos los días. Limpiaba, cocinaba, la ayudaba. Le leía. Luego me sentaba a su lado. Hasta que un día lloró. Dijo que temía no volver a caminar. Le prometí que, si no podía, la cargaría en brazos. Toda la vida.

Asentí, vacié mi vaso:

—Te la mereces. No solo esperaste… estabas ahí.

—Solo la amaba. Sin condiciones. Sin cálculos. Sin esperar nada.

Cuando ya me iba, Elena Mendoza me alcanzó.

—Javi, ¡espera! ¿Una copa de despedida?

Me giré. Me tendió su vaso:

—¿Qué, capitán? ¿Derrotado?

Miré alrededor: Adrián dormía abrazado a una botella vacía, Víctor le apartaba un mechón a Isabel y Elena —hermosa, adulta— me miraba como al sueño que esperó demasiado.

—No —dije, chocando su copa—. Simplemente no fui digno.

—Diez años esperando esas palabras —susurró ella—. Ahora puedes ser libre. Chico de mi juventud.

Y de pronto entendí lo ciego que fui. Cómo nunca la acompañé a casa. Cómo no vi que siempre estuvo ahí.

—¿Y si damos un paseo? —propuse en voz baja, señalando la puerta.

Ella se quedó quieta. Luego se abrochó el abrigo:

—Nada de tonterías, Javi. Ya no soy esa chica tonta.

—No hace falta. Solo quiero… volver a conocerte.

Y salimos. A la noche granadina, donde, quizá después de diez años, todo comenzaba de nuevo.

**Moraleja:** A veces, lo que buscamos está tan cerca que no lo vemos. El amor verdadero no es aquel que brilla desde lejos, sino el que permanece a tu lado, incluso cuando no lo mereces.

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MagistrUm
Lo que descubrió en él después de diez años