Era la primera vez en mucho tiempo que Esperanza se sentía libre. Respiró hondo el aire fresco de su ciudad natal, ajustó la bolsa al hombro y emprendió el camino hacia el cementerio. Sus hijos se habían quedado con su tía Carmen, hermana de su difunta madre. Estaban de vacaciones, y por fin ella podía tomar un respiro. Había vuelto solo unos días: para visitar las tumbas de sus padres y ver a quien en su infancia fue como una segunda madre.
Pero al regresar a casa, todo se desmoronó en un instante.
—Dame las llaves, Esperanza —dijo fríamente Roberto, su marido, plantado en el umbral—. Esto se acabó. Lilia está embarazada. Yo empiezo una vida nueva, y tú… también eres libre.
—¿Qué?… —Esperanza casi dejó caer la bolsa—. Roberto, ¿cómo puedes…?
Ni siquiera parpadeó.
—Sabías que esto no era para siempre. Pero no te preocupes, total no tienes nada. La casa es alquilada, el negocio es del tío, las cuentas están a nombre de tu madre. Así que no montes un drama. Y si te pones pesada, me quedo con los niños.
Hubo un tiempo en que Esperanza fue la estrella de la universidad. Una rubia natural de ojos verdes, elegante, discreta, bien educada. Tenía futuro, planes, y su padre, José María, era un hombre respetado. Soñaba con abrir algún día un negocio juntos.
Pero en un año lo perdió todo. Primero murió su padre, luego, casi de golpe, su madre. Con los ojos ennegrecidos por el dolor, entregó su tesis sin apenas darse cuenta de que sostenía el bolígrafo. Fue entonces cuando Roberto se acercó por primera vez y le dijo:
—Cásate conmigo. Total, aquí solo te queda dolor. Empecemos de cero.
No lo pensó. Simplemente aceptó. Tenían una habitación en una residencia, comprada por su padre. Se mudaron, empezaron a trabajar y luego abrieron juntos una empresa de transporte. Incluso vendió el piso de sus padres para invertir.
Al principio, el negocio iba bien y todo estaba repartido a medias. Pero luego llegaron los hijos, los pañales, y poco a poco todo pasó a nombre del tío de Roberto. Ella no se preocupó: en casa no faltaba nada, los niños estaban sanos, había paz. Hasta que, después del nacimiento de su hija, comprendió que no solo había perdido lo material, sino también a sí misma.
Su cuerpo cambió. El cansancio de las noches en vela, la colada sin fin, las tareas domésticas la habían consumido. Roberto, en cambio, florecía: gimnasio, melena al viento, bronceado, miradas de mujeres.
—Te has dejado ir —le dijo una vez con desprecio—. Da vergüenza salir contigo. Hazte aunque sea una mascarilla.
Y su suegra nunca perdía ocasión de envenenar más la herida:
—¿Hace mucho que no te miras al espejo? Mi hijo es un adonis, y tú… ¡Pareces su madre! No estás a su altura.
Esperanza lo intentó. Hizo dieta. Se cuidó. Pero el agotamiento, la traición y la indiferencia la destruían más rápido que los kilos de más.
Y ahora la echaba como a un perro. Sin gritos, sin remordimientos. En su bolsa solo llevaba ropa y álbumes de los niños. Ni casa, ni dinero, ni derechos sobre el negocio. Solo dos hijos a los que su exmarido ya planeaba quitarle.
Fue a casa de su tía Carmen, y esta le propuso:
—Déjame a los niños. Tú tómate un tiempo. Yo te ayudo.
Y lo hizo. Incluso le ofreció un negocio: una empresa de mudanzas. Su tía invirtió sus ahorros, Esperanza añadió lo que quedaba de la venta de la habitación. Empezaron con poco: dos furgonetas, un par de mozos. Pero luego despegó…
Cinco años después, Esperanza tenía una red por toda la región, un equipo de operadores, su propio garaje. Y Roberto… Roberto lo había perdido todo. Lilia dio a luz, pero se divorció rápido, quedándose con el piso. El negocio del tío no era tan rentable y al final lo echó sin miramientos.
—Ni siquiera estás en nómina. Solo eras el vigilante —le dijo su tío—. Ya no confío en ti.
—¡Mamá, di algo! —gritó Roberto.
—¿Qué quieres que diga? —se encogió de hombros su madre—. Lo tuviste todo delante de las narices. Lo perdiste por tu culpa.
Los restos de su vida cómoda se redujeron a una litera en un hostal y trabajos esporádicos como camionero. Hasta que la salud le falló y decidió buscar empleo como conductor… en la mayor empresa logística de la ciudad.
Fue a la entrevista y la vio a ella.
Esbelta, arreglada, segura de sí misma, con un traje impecable. Lo miró tranquila, casi sonriendo.
—Hola, Roberto. ¿Buscas trabajo?
—Estás… radiante —murmuró él—. ¿Me das una oportunidad, por lo que fuimos? Conozco el sector, la ciudad…
—No contratamos morosos —respondió ella con calma—. Tienes deudas.
—¡Pero intenté pagar la pensión! —saltó él—. ¡No todo, pero hice lo que pude!
—Los niños ya tienen dieciocho años, y tú sigues “intentando”. No queremos empleados así.
Apretó los puños.
—¿Esto es venganza?
—No, Roberto. Solo aprendí a poner límites. Tú mismo te lo buscaste. Y yo… me levanté. Sin ti.
—¿Y un nuevo marido te ayudó?
Esperanza se rio y se levantó. Su melena caía sobre los hombros, su figura era como la de antes. Solo que ahora sus ojos tenían frío de acero.
—No. Lo hice sola. Después de ti, tardé en dejar que alguien se acercara. Gracias por eso. Endurece el carácter.
—Bueno… ¿seguro que no…? —balbuceó él—. Yo… te quise…
Entonces entró en el despacho un joven alto y rubio, idéntico a ella.
—Mamá, ¿vamos a comer? ¿Todo bien?
Le lanzó a Roberto una mirada helada:
—Lárgate. No molestes. Y a mi madre no la toques, o tendremos problemas.
Roberto se quedó paralizado. Luego giró sobre sus talones y salió, dando un portazo.
Afuera, una llovizna otoñal caía sobre las calles. Roberto bajó la cabeza. Ni siquiera supo en qué momento todo se torció. Pero en el fondo, lo sabía: empezó el día que traicionó a quien una vez creyó en él más que en sí misma.