“Lo perdiste todo, Román”: cómo una mujer abandonada con hijos se convirtió en dueña del futuro ajeno
Esperanza se sintió libre por primera vez en años. Respiró hondo el aire fresco de su ciudad natal, ajustó la bolsa al hombro y caminó hacia el cementerio. Los niños se quedaron con su tía Carmen, hermana de su difunta madre. Era vacaciones y, al fin, podía darse un respiro. Había vuelto unos días para visitar las tumbas de sus padres y reencontrarse con quien fue como una segunda madre en su infancia.
Pero al regresar a casa, todo se derrumbó en un instante.
—Dame las llaves, Esperanza —dijo Román, su marido, con voz helada, plantado en la puerta—. Se acabó. Lola está embarazada. Empiezo una vida nueva, y tú… eres libre.
—¿Qué?… —Esperanza casi suelta la bolsa—. ¿Cómo puedes, Román?
Ni siquiera pestañeó.
—Sabías que esto no era para siempre. Pero tranquila, total no tienes nada. La casa es alquilada, el negocio es de tu tío, las cuentas estaban a nombre de tu madre. Así que no montes un número. Y si te pones pesada, me llevo a los niños.
Esperanza había sido una estrella en la universidad. Rubia natural, ojos verdes, elegante, educada, con futuro. Su padre, José Manuel, era un hombre respetado. Soñaba con emprender un negocio juntos algún día.
Pero en un año lo perdió todo. Primero murió su padre, luego su madre. Presentó la tesis con los ojos hinchados de llanto, sin saber siquiera cómo sostenía el bolígrafo. Entonces Román se acercó y le dijo:
—Cásate conmigo. Total, aquí sólo te queda dolor. Empezamos de cero.
No lo pensó. Aceptó. Tenían un piso pequeño comprado por su padre. Se mudaron, trabajaron y luego montaron una empresa de transportes. Esperanza incluso vendió el apartamento familiar para invertir.
Al principio, el negocio iba bien y todo estaba a medias. Pero llegaron los niños, los pañales, las noches sin dormir… y poco a poco, todo pasó a nombre del tío de Román. Ella no se preocupó: en casa no faltaba nada, los niños estaban sanos. Hasta que, después de nacer su hija, entendió que no solo había perdido sus bienes, sino a sí misma.
Cambió físicamente. El cansancio de las noches en vela, las coladas interminables, la rutina… Mientras Román “florecía”: gimnasio, melena al viento, bronceado, miradas de otras mujeres.
—Te has dejado ir —le espetó él una vez, con asco—. Da vergüenza salir contigo. Hazte aunque sea una mascarilla.
Y su suegra no perdía ocasión para rematar:
—¿Hace mucho que no te miras al espejo? Mi hijo es un Adonis, y tú… ¡Pareces su madre! No estás a su altura.
Esperanza lo intentó. Hizo dietas, tratamientos. Pero el agotamiento y la indiferencia la consumían más rápido que los kilos.
Y ahora la echaba como a un mueble viejo. Sin gritos, sin remordimientos. En su bolsa solo había ropa y álbumes de fotos. Ni casa, ni dinero, ni negocio. Solo dos niños a los que su ex ya amenazaba con quitarle.
Fue a casa de su tía Carmen, quien le propuso:
—Déjame a los niños. Tómate un tiempo. Yo te ayudo.
Y lo hizo. Incluso le ofreció un negocio: una empresa de mudanzas. La tía puso sus ahorros, Esperanza vendió el viejo piso. Empezaron con dos furgonetas y unos cuantos mozos. Y entonces despegó…
Cinco años después, Esperanza tenía una red de oficinas en toda la región, un equipo de coordinadores y su propio taller. Y Román… Román lo perdió todo. Lola dio a luz, pero se divorció rápidamente, quedándose con su piso. El negocio del “tío” dejó de ser rentable, y terminó echando a su sobrino.
—Ni siquiera estabas en nómina. Eras el chófer —le dijo su tío—. Ya no confío en ti.
—¡Mamá, di algo! —gritó Román.
—¿Qué quieres que te diga? —se encogió de hombros su madre—. Lo tenías todo y lo tiraste.
Lo que quedaba de su “vida de éxito” se convirtió en una cama en un hostal y trabajos esporádicos. Pero la salud le jugó una mala pasada, y decidió probar suerte como conductor… en la mayor empresa logística de la ciudad.
Entró a la entrevista y se encontró con… Esperanza.
Elegante, segura, impecable en su traje de chaqueta. Lo miró con calma, casi sonriendo.
—Hola, Román. ¿Buscas trabajo?
—Estás estupenda… —murmuró él—. ¿Me contratas, por lo que fuimos? Conozco el sector, la ciudad…
—No contratamos morosos —respondió ella, serena—. Tienes deudas.
—¡Pero intenté pagar la pensión! —protestó él—. ¡No todo, pero lo que pude!
—Los niños ya tienen dieciocho, y tú sigues “intentando”. No nos interesa.
Apretó los puños.
—¿Esto es venganza?
—No, Román. Es poner límites. Tú solito cavaste tu hoyo. Y yo… me levanté. Sin ti.
—¿Y un nuevo marido te ayudó?
Esperanza se rio y se levantó. Su melena ondeó, su figura era la de siempre. Solo que ahora sus ojos brillaban con firmeza.
—No. Lo hice sola. Después de ti, no tuve fuerzas para dejar entrar a nadie. Gracias por eso. Fortalece.
—Bueno, pero… ¿no me darías una oportunidad? —balbuceó él—. Yo te quise…
En eso, entró un chico alto y rubio, su vivo retrato.
—Mamá, ¿vamos a comer? ¿Todo bien?
Lanzó una mirada gélida a Román:
—Largo. Y no la molestes, o tendrás que vértele conmigo.
Román se quedó petrificado. Luego giró sobre sus talones y salió, cerrando la puerta de un portazo.
Afuera, la lluvia otoñal caía suave. Román bajó la cabeza. Ni siquiera supo en qué momento todo se torció. Pero en el fondo, lo sabía: empezó el día que traicionó a quien una vez creyó en él más que en sí misma.