Lo peor ya ha pasado

Ariadna, basta ya, ¡por favor! le suplicaba su marido. No se puede vivir bajo el mismo techo contigo. ¿Quién te impide salir a la calle? ¿Te tengo encerrada? Sal y pasea, ¿qué te molesta?

***

Ariadna estaba sentada junto a la gran ventana del salón, mirando con melancolía el parque otoñal. Desde fuera, la vida parecía una escenografía perfecta: un marido amoroso, la espera del primer hijo, una casa espaciosa comprada a plazos. Tenía apenas veinticinco años y, en apariencia, encajaba en el molde de la joven mujer exitosa, pero en su interior se había instalado una densa y pegajosa tristeza.

Esa apatía floreció después de que se derrumbara su única oportunidad de realización profesional. Hace tres años, tras mudarse a Madrid, Ariadna trabajó apenas dos meses en una clínica. La promesa de una remuneración esperada se convirtió en un rotundo fracaso y, desde entonces, sus manos se habían hundido. Las entrevistas concertadas por conocidos no dieron fruto, y el miedo a la gente se volvió su sombra constante.

Resultaba paradójico que, con un título de psicóloga, Ariadna se convirtiera en el caso más desesperado para ella misma. La educación, que debería haber sido la llave para comprender el mundo, ahora sólo le recordaba lo lejos que estaba de la competencia que antes poseía.

La soledad en la enorme casa pesaba con especial fuerza. Su marido, unos años mayor, trabajaba interminablemente. Cuando Ariadna, una noche, intentó compartir su carga, él la despidió con irritación.

Ya basta, ¡no seas pesimista! Me provocas emociones negativas, Ariadna dijo, seco.

Ella se esforzaba por no recordarle su existencia, sobre todo porque él mantenía la familia sin dificultades. No había presión económica, pero a veces surgían reproches sutiles.

No aprecias nada de lo que hago podía decir él, aunque Ariadna apenas gastaba en sí misma.

Los problemas con la familia de su marido también se acumulaban. Doña Carmen, su suegra, la había rechazado desde el primer encuentro. Ariadna, poco sociable, evitaba los cotilleos y chismes, lo que sólo enfurecía a la suegra.

Piensa que somos unos estafadores, le cruzaba por la cabeza a Ariadna al recordar el alboroto previo a la boda.

Doña Carmen insistía en un capitulaciones matrimoniales, exigiendo pruebas de seriedad. Los parientes trajeron cien mil euros una suma enorme para ellos, campesinos de la sierra pero eso no cambió la actitud. El constante resentimiento y la falsa cortesía en los encuentros personales la agotaban hasta el límite.

La relación con su propio padre era un desastre que se remontaba a la infancia. Tener que rogarle dinero, incluso para comer, dejó una cicatriz profunda. Recientemente, él había puesto punto, declarando que ella no era su hija y que sólo le interesaba el dinero.

¡Basta de mendigar! le gritó por teléfono. Pide a tu marido. Ya te casaste, no estoy obligado a mantenerte.

Ariadna le temía a su marido, y no se atrevía a pedirle nada. Tras ese episodio, ella cortó toda comunicación, pero la humillación quedó latente.

El embarazo le dio un respiro momentáneo: la suegra se calmó un rato. Pero, al mismo tiempo, su marido empezaba a aparecer menos en casa, regresando oscureciendo casi a diario.

Necesito más paseos se repetía en su interior, pero el miedo a la gente la paralizaba.

Salir al umbral era un acto de heroísmo; él nunca la acompañaba, siempre ocupado.

La situación se agravaba con la hermana menor de Diego, a quien Ariadna había ayudado a entrar en una universidad madrileña. Tras recibir ayuda, la joven de repente empezó a tratarla con desdén, lanzándole insultos o ignorándola como si Ariadna no existiese.

Me habla como a un perro lamentaba la madre de Ariadna. ¿Qué le he hecho? Al contrario, siempre la he apoyado.

Una noche, cuando Diego llegó a casa, Ariadna tomó valor y se sentó frente a él en el salón.

Necesito hablar de lo que ocurre entre nosotros empezó en voz baja.

Él dejó el móvil.

¿De qué, Ariadna? He tenido un día pesado. Si vienes a quejarte de nuevo, mejor no empieces. ¡Estoy cansado!

Diego, no puedo seguir así. Me siento absolutamente inútil.

Él se irritó:

Estás hablando disparates. Tienes todo: casa, yo, pronto nacerá el bebé. ¿Qué te falta?

En apariencia sí, pero no me siento parte de nada. Me asusta salir de casa, temo a la gente, no puedo trabajar. No es pereza, son problemas reales.

Pues eres psicóloga se burló, y la sonrisa le quemó. Como un zapatero sin zapatos. Te has encerrado en esa esquina de miedo. Supérate y vive como gente normal.

No lo entiendes, no es miedo, es alienación. Tras el fracaso laboral perdí el norte. Y tu madre su actitud es insoportable.

No empieces con la madre. Sé que es dura, pero no es una jovencita, se preocupa por mí.

Ariadna sonrió tristemente:

¿Se preocupa de que la engañemos? ¿Que no somos lo que ella cree? Aún no cree en nuestro matrimonio, lo siento. Doña Carmen me ve como una estafadora.

Ariadna, dramatizas. Solo necesitas ocupación. Ve a visitar a una amiga, pasea por el parque, ordena el piso. ¡Siempre vuelvo del trabajo y la casa es un caos!

No tengo amigas aquí. ¡Y salir sola me aterra! Tú no me ayudaste cuando dijiste que provocaba emociones negativas. ¿Crees que eso me da fuerzas? Necesito tu apoyo

¡Estoy harto de tus quejas! Tú te quedas en casa, yo trabajo para mantenernos, y tú solo lamentas

¡Yo no te pido que me mantengas! Necesito tu apoyo, tu atención, tu compasión, al menos. Me siento bajo la alfombra y tú lo empeoras.

¡Basta! explotó Diego. Te comportas como una ingrata.

Las lágrimas se acumularon en la garganta de Ariadna, pero logró contenerlas.

No me siento tu esposa, sino una sirvienta que empaña la ilusión de bienestar. Tu hermana me insulta, tu madre teje intrigas y tú me dices que provoco negatividad.

¿Tal vez tú misma los provocas con tu actitud?

La conversación no llegó a nada. Diego se levantó y se marchó al dormitorio sin decir una palabra más. Ariadna quedó en el salón, comprendiendo que, al intentar desahogarse, sólo había reforzado el muro entre ambos. El desprecio del padre, la presión de la suegra, el fracaso profesional, todo se fundía en un nudo que le impedía respirar.

***

Al día siguiente tomó una decisión. No podía cambiar a la suegra ni al padre, pero sí su actitud ante todo eso. Podía resignarse, encerrarse en su caparazón y cortar todo vínculo con el mundo, pero Ariadna no podía hacerlo; pronto sería madre y, por el bebé, debía enderezar la situación.

Abrió su portátil y, por primera vez en mucho tiempo, activó una cuenta en una red social. Entre sus contactos estaban antiguos compañeros de la carrera, personas que podrían ayudarla.

Hola, Cata. Necesito ayuda. Estoy totalmente perdida escribió a una excompañera que recordaba ejercía en consulta privada.

Cata respondió rápido, proponiendo una videollamada. Cuando empezaron a conversar, Ariadna sintió, por primera vez en mucho tiempo, que alguien la escuchaba sin juzgar ni exigir gratitud.

Ariadna, no te vas a curar si sigues aislada. El embarazo es un estrés y tu marido no es psicólogo, simplemente no sabe cómo apoyarte.

¿Y cómo salgo de este miedo al mundo? No puedo trabajar, ni siquiera ir a la tienda; al dar un paso a la puerta, todo se me estremece

Empezaremos con lo pequeño. Cuéntame cada día lo que sientes, sin adornos. No te dejaré sola.

Ariadna comenzó a trabajar con Cata en línea, repasando no sólo los traumas infantiles ligados al padre, sino también su estado actual. El miedo no desapareció de inmediato, pero ella se esforzó en disminuirlo. La conversación con Diego sobre el futuro se dio, pero esta vez Ariadna no culpó.

Voy a trabajar. A distancia. Esa será mi terapia y mi profesión. No pediré dinero, ganaré por mis propios servicios.

Diego se sorprendió:

¿Y qué trabajo será ese?

Un centro de crisis busca operadores. Yo conversaré con mujeres en situaciones difíciles. Al escucharlas, también me ayudaré a mí.

Diego encogió los hombros:

Pues sí, eres psicóloga. Prueba. Peor no puede estar.

Bajo la guía atenta de su amiga, Ariadna intenta transformar su vida. Muy lentamente, pero con progreso. El trabajo le aporta satisfacción realmente necesita a alguien. Con el tiempo, la mujer espera volver a ser la que era. Lo esencial es que su estado no repercuta en el bebé. Sacarse de la depresión es la prioridad. Y la depresión ya no es una duda para Ariadna.

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