Una fría tarde de noviembre en el pueblecito de Río Seco, impregnado del aroma de humedad y hojas caídas, Jaime se detuvo frente al escaparate de una vieja tienda de antigüedades. Un reloj, pequeño y delicado, con esferas desgastadas y agujas finas, parecía susurrarle al pasado. Le recordó a su abuelo, a aquellos días en los que, siendo apenas un niño, observaba fascinado el movimiento de los engranajes bajo la lupa. Jaime miró cómo las manecillas avanzaban lentamente y, de pronto, lo entendió: no quería apresurarse. No ahora. No hacia donde le esperaba el final de dieciocho años de vida. En su interior, todo estaba decidido, pero afuera solo había lluvia gris, charcos sucios y un frío que le dolía en el pecho.
Entró en la sala del juzgado con quince minutos de retraso. Su casi exmujer, Lucía, estaba sentada junto a la ventana, las manos posadas sobre una carpeta de documentos. Su rostro era sereno, pero los dedos, que jugueteaban con el borde del papel, delataban su tensión. No lo miró, no parecía enfadada—solo esperaba, como si aquello no fuese el punto final de su historia, sino una mera reunión de negocios. Jaime recordó cuando montaban juntos los muebles de su primer piso, discutiendo, riendo, bebiendo té directamente en el suelo. El recuerdo le pinchó como una astilla, y lo tragó sin encontrar palabras.
La jueza fue rápida, como el viento que azotaba las ventanas. Preguntas, firmas, sellos—todo terminó en menos de diez minutos. Como si sus años juntos—vacaciones, peleas, noches bajo la vieja manta—pudieran comprimirse en unos trámites.
Al salir, Lucía dijo:
—No olvides firmar los documentos ante notario. Hoy.
Jaime asintió. Quiso decir “perdón”, pero no supo por qué. Quiso decir “gracias”, pero no encontró motivo. En su lugar, solo atinó a murmurar:
—Estás… guapa.
Ella lo miró como a un extraño y se marchó. Sus pasos se perdieron entre el ruido de la lluvia, mientras el tenue aroma de su colonia quedó suspendido en el aire, como un fantasma del pasado.
Jaime se quedó inmóvil en el pasillo vacío del juzgado. Alguien cerró una puerta, otro tosió, alguien más hablaba por teléfono. Y él pensó: *¿Esto es el final? ¿O el principio?*
En vez de ir a casa, se dirigió al taller de su abuelo, en un rincón olvidado de Río Seco donde el tiempo parecía haberse detenido. La pequeña habitación, de techo bajo, olía a aceite y polvo. Las estanterías estaban repletas de frascos con tornillos, cajas de resortes y un viejo cartel sobre relojería. La llave del taller seguía en su cartera gastada, en aquel bolsillo desgastado. Jaime abrió la puerta y encendió la luz. La bombilla parpadeó antes de iluminar todo con su cálida luz amarilla, la misma que de niño le hacía doler los ojos de tanto mirar.
El reloj de la pared marcaba el compás de su vida. Jaime se sentó ante la mesa vieja, recorriendo su superficie áspera con los dedos, sintiendo cada hendidura, cada arañazo. Sus manos temblaban—no de miedo, sino de una repentina certeza: *aquí hay sentido otra vez*. Sacó del cajón un reloj antiguo, uno que jamás había logrado arreglar años atrás. Lo desmontó, colocó las ruedas dentadas sobre un paño y respiró hondo. Lo volvió a montar. Le dio cuerda. *Tic*. Otro *tic*. Y de pronto—el tiempo le susurró: *”Aún sigo aquí”*.
Al día siguiente, volvió. Y luego otra vez. Tres semanas después, cambió el viejo letrero por uno nuevo: *”Taller abierto”*. El cartel, pegado con cinta torcida, se sostenía con firmeza, como si supiera que ese era su lugar.
La gente comenzó a llegar. Mujeres mayores traían relojes antiguos, con esperanza cautelosa en la mirada. Hombres con mecanismos caros entraban desconcertados, como si el reloj roto hubiese fracturado su mundo. Jóvenes proponían ideas extrañas: *”¿Se puede hacer que la esfera brille?”* Jaime asentía, tomaba aquellos tesoros en sus manos y los reparaba. En silencio. Escuchando. A veces, la gente no hablaba de relojes, sino de sus penas—de divorcios, pérdidas, de todo lo que se había roto dentro. Y él, con solo insertar un tornillo, devolvía la vida al mecanismo.
Un día, llegó una chica—frágil, de cabello castaño y sonrisa tímida. Se llamaba Marina. Traía el reloj de su padre—la caja arañada, las agujas detenidas. Miró a Jaime con duda, como si temiera que aquel objeto ya no tuviese remedio.
—¿Puede arreglarlo?—preguntó en voz baja.
Él asintió. Trabajó con calma, haciendo pausas, como si no solo escuchara el mecanismo, sino también su silencioso dolor.
Un mes después, Marina regresó. Sin el reloj, pero con un termo de café caliente y una tarta casera. Luego volvió, sin motivo. Una tarde, mientras ordenaban juntos una caja de piezas, ella dijo de pronto:
—No solo arreglas relojes. Reconstruyes a la gente. Sin que se den cuenta.
Jaime sonrió—por primera vez no por educación, sino porque no pudo evitarlo. Su corazón, congelado aquel día gris en el juzgado, comenzó a latir de nuevo.
Un año después, aquel mismo reloj que reparó para Marina marcaba el tiempo en su piso compartido. A su lado había libros, un jarrón con margaritas secas y una foto de ellos junto al río. Jaime seguía llegando tarde—al mercado, al tren, a las cenas, a esa nueva vida que ahora le parecía cálida y vibrante.
Cuando Marina preguntaba: *”¿Dónde estabas?”*, él contestaba:
—Donde el tiempo cobra vida. Donde no se pierde, sino que se encuentra.
Y eso bastaba. Porque el tiempo ya no solo latía en los relojes. Caminaba junto a ellos, en sus pasos, en sus risas, en su camino compartido.