En una fría tarde de noviembre en el pueblo de Río Seco, impregnado del olor a humedad y hojas caídas, Jorge se detuvo frente al escaparate de una vieja tienda de antigüedades. Un reloj, pequeño y delicado, con esferas desgastadas y agujas finas, parecía susurrar sobre el pasado. Le recordó a su abuelo, a aquellos días en los que, siendo apenas un niño, observaba fascinado el movimiento de los engranajes bajo su lupa. Jorge miró cómo las agujas avanzaban lentamente y, de pronto, comprendió: no quería apresurarse. No ahora. No hacia donde le esperaba el final de dieciocho años de vida. Por dentro, todo estaba decidido, pero afuera solo había lluvia gris, charcos sucios y un frío que le hacía doler el corazón.
Jorge entró en la sala del juzgado con quince minutos de retraso. Su casi exmujer, Lucía, estaba sentada junto a la ventana, con las manos sobre una carpeta de documentos. Su rostro era sereno, pero sus dedos, que jugueteaban con el borde de un papel, delataban su tensión. No lo miró, no se enfureció—simplemente esperó, como si aquello no fuera el final de su historia, sino una simple reunión de negocios. Jorge recordó cuando juntos montaban los muebles de su primer piso: discutían, reían, bebían té en el suelo. Ese recuerdo le pinchó como un fragmento de cristal, y lo tragó sin encontrar palabras.
La jueza fue rápida, como el viento tras la ventana. Preguntas, firmas, sellos—todo duró menos de diez minutos. Como si sus años juntos—vacaciones, discusiones, noches bajo una manta vieja—pudieran comprimirse en unos trámites.
Al salir, Lucía dijo:
—No olvides firmar los papeles ante el notario. Hoy.
Jorge asintió. Quiso decir “perdón”, pero no supo por qué. Quiso decir “gracias”, pero no encontró motivo. En su lugar, musitó:
—Estás… guapa.
Ella lo miró como a un desconocido y se fue. Sus pasos se perdieron en el sonido de la lluvia, mientras un tenue aroma de su perfume quedó suspendido en el aire, como un fantasma de su pasado.
Jorge se quedó inmóvil en el pasillo vacío del juzgado. Alguna puerta se cerró de golpe, alguien tosió, alguien hablaba por teléfono. Y él pensó: “¿Es esto el final? ¿O el comienzo?”
En lugar de ir a casa, se dirigió al taller de su abuelo, en un rincón viejo de Río Seco donde el tiempo parecía haberse detenido. La pequeña habitación, de techos bajos, olía a aceite y polvo. Las estanterías estaban llenas de frascos con tornillos, cajas de muelles y un viejo póster sobre relojería. La llave del taller seguía en su cartera gastada, en un bolsillo desgastado. Jorge abrió la puerta, encendió la luz. La bombilla parpadeó, pero se encendió, bañándolo todo con su familiar luz amarilla, aquella que de niño le hacía doler los ojos.
El reloj de la pared marcaba el compás de su vida. Jorge se sentó ante la mesa vieja, pasó los dedos por su superficie rugosa, sintiendo cada muesca, cada arañazo. Sus manos temblaban—no de miedo, sino por la repentina sensación de que, en ellas, había vuelto a aparecer un propósito. Sacó del cajón un reloj viejo que nunca había reparado años atrás. Lo desmontó, extendió los engranajes sobre un paño y respiró hondo mientras trabajaba. Lo volvió a armar. Le dio cuerda. Tic. Otro tic. Y, de repente, el tiempo susurró, como diciendo: “Todavía estoy aquí”.
Al día siguiente, regresó. Y luego otra vez. Tres semanas después, cambió el viejo letrero por uno nuevo: “Taller abierto”. El papel estaba torcido, pegado con cinta, pero se sostenía con firmeza, como si supiera que ese era su lugar.
La gente comenzó a llegar. Mujeres mayores traían relojes antiguos con una esperanza cautelosa en la mirada. Hombres con mecanismos caros llegaban perdidos, como si el reloj roto hubiera desarmado su mundo. Adolescentes proponían ideas curiosas: “¿Se puede hacer que la esfera brille?”. Jorge asentía, tomaba sus tesoros entre las manos y los arreglaba. En silencio. Escuchando. A veces, la gente no hablaba de los relojes, sino de sus penas—de divorcios, de pérdidas, de lo que se había roto por dentro. Y él colocaba un tornillo, y el mecanismo volvía a latir.
Un día, llegó una chica—frágil, de pelo castaño y una sonrisa leve. Se llamaba Carmen. Traía el reloj viejo de su padre—la caja arañada, las agujas detenidas. Lo miró con duda, como temiendo que ya nada más pudiera arreglarse.
—¿Podrá hacerlo?—preguntó en voz baja.
Él asintió. Trabajó largo rato, con pausas, como si no solo escuchara al mecanismo, sino también a su silenciosa tristeza.
Un mes después, Carmen regresó. Sin el reloj, pero con una bolsa en la que llevaba té caliente y un pastel casero. Luego volvió otra vez, sin razón. Una tarde, mientras desmontaban juntos una caja de tornillos, ella dijo de pronto:
—No solo reparas relojes. Reconstruyes personas. Poco a poco. Sin que se note.
Jorge sonrió—por primera vez no por cortesía, sino porque no pudo evitarlo. Su corazón, helado aquel día gris en el juzgado, comenzó a descongelarse.
Un año después, aquel mismo reloj que había reparado para Carmen marcaba el tiempo en su piso compartido. A su lado había libros, un jarrón con margaritas secas y una foto de su paseo junto al río. Jorge seguía llegando tarde—al mercado por verduras, al tren, a las tertulias nocturnas, a esa nueva vida que ahora parecía cálida y viva.
Cuando Carmen preguntaba: “¿Dónde estabas?”, él respondía:
—Donde el tiempo cobra vida. Donde no se pierde, sino que se encuentra.
Y eso bastaba. Porque el tiempo ya no solo latía en los relojes. Avanzaba a su lado, en sus pasos, en su risa, en su camino compartido.