Lo mejor está por llegar: el tiempo que regresa

**Todo queda por delante: el tiempo que regresa**

En una fría noche de noviembre en el pueblo de Ribera, impregnado del aroma de la humedad y las hojas caídas, Rodrigo se detuvo frente al escaparate de una antigua tienda de antigüedades. Un reloj, pequeño y delicado, con el esmalte desgastado y agujas finas, parecía susurrarle historias del pasado. Le recordó a su abuelo, a aquellos días en los que, siendo niño, seguía fascinado el movimiento de los engranajes bajo su lupa. Rodrigo observó cómo las manecillas avanzaban lentamente y, de pronto, comprendió: no quería apresurarse. No ahora. No hacia donde le esperaba el fin de dieciocho años de vida. Dentro de él, todo estaba decidido, pero afuera solo había lluvia gris, charcos sucios y un frío que le hacía doler el corazón.

Rodrigo entró en la sala del juzgado con quince minutos de retraso. Su casi ex esposa, Lucía, estaba sentada junto a la ventana, las manos posadas sobre una carpeta de documentos. Su rostro era sereno, pero los dedos, jugueteando con el borde de un papel, delataban su tensión. No lo miró, no se enfadó—simplemente esperó, como si aquello no fuera el final de su historia, sino una reunión de negocios. Rodrigo recordó cuando montaban juntos los muebles de su primer piso: discutiendo, riendo, tomando café en el suelo. Ese recuerdo le pinchó como un cristal roto, y lo tragó sin encontrar palabras.

La jueza fue rápida, como el viento tras la ventana. Preguntas, firmas, sellos—todo duró menos de diez minutos. Como si sus años juntos—vacaciones, peleas, noches bajo una manta vieja—pudieran resumirse en unos trámites.

Al salir, Lucía dijo:

—No olvides firmar los papeles ante el notario. Hoy.

Rodrigo asintió. Quiso decir «perdón», pero no supo por qué. Quiso decir «gracias», pero no encontró motivo. En cambio, murmuró:

—Estás… hermosa.

Ella lo miró como a un extraño y se marchó. Sus pasos se perdieron en el ruido de la lluvia, mientras el leve aroma de su perfume quedó suspendido en el aire, como un fantasma de su pasado.

Rodrigo se quedó inmóvil en el pasillo vacío del juzgado. Una puerta se cerró, alguien tosió, otra persona hablaba por teléfono. Y él pensó: «¿Es el final? ¿O el principio?»

En lugar de ir a casa, se dirigió al taller de su abuelo, en un rincón antiguo de Ribera donde el tiempo parecía haberse detenido. La pequeña habitación de techos bajos olía a aceite y polvo. Las estanterías estaban llenas de frascos con tornillos, cajas de muelles y un cartel descolorido sobre relojería. La llave del taller seguía en su vieja cartera, en un bolsillo gastado. Rodrigo abrió la puerta y encendió la luz. La bombilla parpadeó, pero al fin iluminó todo con su cálido resplandor amarillo, el mismo que de niño le cansaba la vista.

El reloj de la pared marcaba el compás, como si guardara el ritmo de su vida. Rodrigo se sentó ante la mesa vieja, pasando los dedos por su superficie rugosa, sintiendo cada marca, cada arañazo. Sus manos temblaban—no por miedo, sino por la repentina certeza de que habían recuperado un propósito. Sacó del cajón un reloj que nunca había terminado de reparar años atrás. Lo desmontó, extendió las piezas sobre un paño y respiró hondo mientras trabajaba. Lo volvió a armar. Le dio cuerda. Tic. Otro tic. Y entonces, el tiempo susurró, como diciendo: «Todavía estoy aquí».

Al día siguiente, regresó. Y luego otra vez. Tres semanas después, cambió el letrero desgastado por uno nuevo: «Taller abierto». El papel colgaba torcido con cinta adhesiva, pero se mantenía firme, como si supiera que estaba en su lugar.

La gente empezó a llegar. Mujeres mayores traían relojes antiguos con una frágil esperanza en la mirada. Hombres con mecanismos caros llegaban perdidos, como si el reloj roto hubiera roto también su mundo. Jóvenes proponían ideas extravagantes: «¿Podría hacer que la esfera brille?» Rodrigo asentía, tomaba sus tesoros entre las manos y los reparaba. Escuchaba. A veces, la gente no hablaba de relojes, sino de sus penas—de divorcios, de pérdidas, de aquello que se había roto dentro. Y él, con solo ajustar un tornillo, devolvía la vida al mecanismo.

Un día, apareció una chica—frágil, con cabello castaño y una sonrisa leve. Se llamaba Sofía. Traía el reloj de su padre—la caja arañada, las manecillas inmóviles. Lo miró con duda, como si temiera que aquel objeto ya no tuviera remedio.

—¿Puede arreglarlo?—preguntó en voz baja.

Él asintió. Trabajó despacio, haciendo pausas, como si escuchara no solo al mecanismo, sino también a su silenciosa pena.

Un mes después, Sofía volvió. Sin reloj, pero con una bolsa donde llevaba té caliente y un pastel casero. Luego regresó otra vez, sin motivo. Una tarde, mientras ordenaban juntos una caja de piezas, ella dijo de pronto:

—No solo reparas relojes. Reconstruyes a las personas. Sin que se den cuenta.

Rodrigo sonrió—por primera vez, no por cortesía, sino porque no podía evitarlo. Su corazón, helado aquel día gris en el juzgado, comenzó a calentarse.

Un año después, aquel mismo reloj que arregló para Sofía marcaba el tiempo en su piso compartido. Junto a él había libros, un jarrón con margaritas secas y una foto de su paseo junto al río. Rodrigo seguía llegando tarde—al mercado, al tren, a las reuniones, a la vida nueva que ahora le parecía cálida y llena de sentido.

Cuando Sofía preguntaba: «¿Dónde estabas?», él respondía:

—Donde el tiempo cobra vida. Donde no se pierde, sino que se encuentra.

Y con eso bastaba. Porque el tiempo ya no solo latía en los relojes. Caminaba a su lado, en sus pasos, en su risa, en el camino que compartían.

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Lo mejor está por llegar: el tiempo que regresa