Lo más importante es no divorciarse
Por fin, Arturo y Lucía tenían su propio piso. Habían comprado y cumplido su sueño de años, aunque su hija ya cumplía casi cinco y todavía seguían mudándose de alquiler en alquiler.
—Arturo, estoy tan feliz —susurró Lucía al despertar esa primera mañana en su nuevo hogar, acurrucándose contra su marido—. Estoy durmiendo en mi piso, bueno, en el nuestro… ¿No es maravilloso?
—Yo también estoy contento —respondió él con más calma, siempre más comedido que ella.
Esa serenidad en el carácter de Arturo había salvado su matrimonio más de una vez, pues Lucía era de carácter apasionado y él, sin imponerse, la equilibraba. Así se sostenían, además del amor, claro está.
—Bueno, es cierto —admitió él—, pero ahora nos queda el lío de la reforma. El piso está en un estado que…
—Sí, lo sé, pero ¿por qué te preocupas? Lo arreglaremos y viviremos felices. Aunque… hará falta dinero, y ya lo hemos invertido todo en la compra —murmuró Lucía.
—Oye, ¿y si pedimos un préstamo para la reforma? Al menos compramos el piso sin hipoteca. Para esto también hará falta una buena suma, y por lo que veo —miró alrededor—, no será poca.
—¡Ay, otro préstamo! Acabamos de pagar el coche —protestó ella, frunciendo el ceño—. Pero… ¿de dónde sacamos el dinero? Ya pedimos ayuda a nuestros padres para el piso, no podemos volver a molestarlos. Tendremos que apañárnoslos solos. Vale, Arturo, acepto el préstamo.
—Lo pediremos, haremos la reforma y respiraremos tranquilos. Incluso podremos irnos de vacaciones —soñó Arturo, y ella asintió.
Decidieron solicitar el crédito. El piso llevaba décadas sin una renovación. Lucía siempre había pensado:
—Si algún día tengo mi propio hogar, sabré exactamente cómo decorarlo.
Y al fin su sueño se cumplió, aunque todo resultó más complicado de lo que imaginaba. Hasta el préstamo estaba en marcha.
El piso no era pequeño y tenía potencial, si se distribuía bien. Tres habitaciones y, lo mejor, una cocina amplia. Justo lo que Lucía quería; odiaba esas cocinas donde todos chocan entre sí. Además, su hija, Martina, tenía por fin su propio cuarto, feliz de poder guardar sus juguetes y sentar a sus muñecas.
Lucía tenía ideas claras para la reforma, pero la realidad le jugaba malas pasadas: puertas mal ubicadas que estorbaban, tuberías que sobresalían donde no debían…
—Arturo, ¿sabes cuánto cobra un interiorista?
—Demasiado, cariño. ¿En qué estás pensando? Son carísimos, no nos lo podemos permitir —respondió él con calma.
Pasaron la tarde sentados en el suelo, eligiendo colores para las paredes. Optaron por un beige cálido para el dormitorio. El sábado irían a una tienda de reformas a comprar materiales.
Pero el viernes, Arturo llegó emocionado del trabajo.
—Lucía, hoy hablé con los compañeros de la reforma. ¿Sabes qué? Carlos me recomendó a una interiorista, de las buenas. Hasta le diseñó la casa al director.
—Pero tú mismo dijiste que no podemos pagarla —le recordó ella, enfriando su entusiasmo.
—¡Esa es la cosa! Carlos dijo que, si mencionamos su nombre, nos hará descuento. Además, nuestro piso no es tan grande. Cobrará unos diez mil euros.
—¡¿Qué?! ¿Diez mil solo para que nos diga dónde poner los muebles? —exclamó Lucía, indignada.
—¡Tranquila! Pero tendremos un piso con diseño profesional —intentó calmarla Arturo—. Si quieres vivir bien, hay que invertir. Bueno, te lo dejo pensado. Si decides que sí, llamo a Carlos.
La tentación era fuerte, así que Lucía acabó aceptando. Al día siguiente, la diseñadora, Ana, ya estaba allí.
—Mmm, el piso no es muy grande, no hay mucho margen —comentó, paseando la mirada con escepticismo.
—Yo ya tengo algunas ideas —intervino Lucía con timidez—. Quiero poner un armario aquí —señaló un rincón.
Ana negó con la cabeza.
—No, no conviene saturar el espacio. Este sitio no es para un armario. Déjame pensar… —dijo, recorriendo las estancias.
La diseñadora propuso cambios radicales: el parqué no le gustaba (aunque Lucía lo adoraba), sugirió baldosas y toques metálicos para un estilo “moderno”. La lámpara del salón también sobraba, según ella.
Lucía sentía que perdía el control. Arturo la sujetaba del brazo, como pidiéndole paciencia, pero ella empezaba a ver su hogar convertido en algo ajeno.
—Ana quiere darle la vuelta a nuestro piso —susurró a su marido.
—Lucía, ella es profesional. Sabe más que nosotros.
Calló, evitando la discusión, pero pensó:
“Lo importante en una reforma es que el matrimonio no se rompa”. Necesitaba consejos, no que le impusieran un estilo frío. Además, ya habían comprado esa lámpara nueva… ¿por qué cambiarla?
Martina preguntó:
—Papá, ¿cuándo terminará la reforma? Quiero mi cuarto bonito ya.
—Pronto, cariño —rió Arturo, alzándola en brazos.
Lucía pasó la noche dibujando bocetos. Cuando Ana mostró sus propuestas —tonos azulados y grises, estilo “tecnológico”—, ella se rebeló.
—Arturo, ¿estás loco? ¡Quiero un hogar cálido, no una cárcel de metal! —estalló—. Si te gusta tanto su diseño, quédate tú con él. Yo me voy con Martina a casa de mis padres.
—Lucía, por Dios, no vamos a divorciarnos por una reforma —replicó él, nervioso.
—Hablo en serio. Pensé que querías un hogar acogedor, no esto.
—¡No sé qué quiero ya! —confesó Arturo, desconcertado—. Ana diseñó la casa del director y quedó encantado…
Esa noche discutieron y pasaron tres días sin hablarse. Los obreros, confundidos por las órdenes contradictorias, paralizaron las obras.
Lucía cedió primero:
—He dicho que pinten las paredes de beige.
—Pero Ana dijo azul grisáceo —objectó él.
—Haz lo que quieras —replicó ella, con voz temblorosa—. Yo no viviré aquí.
—¡Basta! —se rindió Arturo—. Hazlo a tu manera. Solo quiero que seas feliz.
Rechazaron a la diseñadora. Lucía supervisó la reforma según sus planos. Al terminar, reflexionó:
—Hasta le agradezco a Ana. Gracias a ella, entendí qué quería realmente.
Todos respiraron aliviados. Porque una reforma, al fin y al cabo, no solo gasta dinero… sino también la paciencia.