Lo lograremos

**Lo Superaremos**

Cuando las lágrimas se acaban, cuando no quedan fuerzas para soportar el dolor de una pérdida, hay que obligarse a vivir. Vivir a toda costa, para llevar bondad y felicidad a quienes nos rodean. Y, sobre todo, saber que alguien te necesita.

José y su esposa Marta lloraban junto a la cama de su hijo en el hospital, donde llevaron a su Pablo, de treinta años, después de que un coche lo atropellara. Era su único hijo, un chico brillante y de corazón puro, adorado por sus padres.

– Doctor, díganos, ¿sobrevivirá nuestro Pablo? – preguntó Marta, mirando con esperanza al médico, que evitaba su mirada sin prometer nada.

– Hacemos todo lo posible, – fue la respuesta.

José y Marta no eran ricos, pero habrían reunido todo el dinero del mundo con tal de salvar a su hijo. Pero ni el dinero ni su amor pudieron impedir lo inevitable: Pablo moría. Estaba inconsciente, y le quedaban pocas horas.

En la habitación contigua estaba Adrián, un chico de catorce años. Huérfano, la vida nunca le había sido fácil. Tenía problemas cardiacos graves, y sabía que su tiempo era limitado. Para él, un adolescente sin familia y con un corazón al borde del colapso, no había donantes disponibles.

Cuando el médico, un hombre mayor, se acercaba, evitaba su mirada y repetía:

– Todo irá bien, Adrián. Encontraremos un corazón para ti. Solo espera y ten fe.

Pero Adrián ya sabía la verdad. No lloraba.

– El tiempo pasa y nada cambia – pensaba -. Hay que aceptarlo. Miro por la ventana, veo el cielo azul, la hierba verde, el sol que calienta a todos. Pronto no veré nada más.

Sus cuidadores del orfanato lo visitaban, pero tampoco lo miraban a los ojos.

– Todo irá bien, ten esperanza, – le decían. Él asentía, sin revelar que comprendía la realidad.

Una vez, fingiendo estar dormido, escuchó a su cuidador hablar con el médico:

– Si hay alguna posibilidad, salven a Adrián. Es un buen chico. Sé que un corazón donado no es fácil de conseguir, pero si surge la mínima oportunidad… Traeremos todos los documentos necesarios.

– Usted sabe que no depende de mí – suspiró el médico -. Ojalá pudiera ayudarle.

Adrián respiraba con dificultad. Cerraba los ojos y pensaba:

– Cuando llegue el momento, solo espero que no duela…

Su amigo Luis, del orfanato, lloraba al visitarlo. Adrián lo calmaba:

– No te preocupes, Luis. Quizás haya vida después de esto. Nos volveremos a ver, aunque sea tarde.

Una tarde, el médico entró y, por primera vez, lo miró directamente a los ojos.

– Prepárate, Adrián. Hay un corazón para ti. La operación será pronto.

Adrián no supo que, en la sala de espera, los padres de Pablo enfrentaban una agonía. No lo conocía. Marta gritaba entre lágrimas:

– ¡Nunca permitiré que le quiten el corazón a mi hijo!

José callaba, abrumado, pero el médico insistía:

– Su hijo no sobrevivirá, pero su corazón puede salvar a otro niño. El tiempo se acaba. Por favor, decídanse.

Finalmente, José levantó la mirada.

– Está bien. Que el corazón de mi hijo siga latiendo en otro.

Marta no dijo nada. La medicaron para calmarla.

En el quirófano, Adrián cerró los ojos sin miedo. Pensaba en sus padres, fallecidos años atrás. No sabía que recibiría un trasplante. Había perdido la fe en los milagros.

Al despertar, vio al médico sonriéndole.

– Todo salió bien. Ahora sí, todo irá bien.

Esta vez, el médico lo miraba a los ojos. Adrián sintió una chispa de esperanza.

Los padres de Pablo esperaban afuera. Sabían que su hijo se había ido, pero anhelaban que su corazón siguiera latiendo en otro.

El médico se acercó.

– La operación fue un éxito. Gracias por darle una oportunidad a Adrián. El corazón de Pablo late en él.

Marta rompió a llorar. José no pudo hablar.

Con el tiempo, Adrián se recuperó. Conoció a los padres de Pablo, que lo visitaban a diario. Un día, José y Marta le dieron una noticia:

– Adrián, queremos adoptarte, si estás de acuerdo. Fue una decisión difícil, pero creemos que podemos ser una familia.

Adrián dudó, pero aceptó. No quería volver al orfanato.

No sabía lo mucho que les costó a José y Marta. Ella, al principio, se resistía. Pero el corazón de su hijo en el pecho de Adrián la convenció. Tras discutir, lloraron abrazados y decidieron intentarlo.

Al principio, Marta observaba a Adrián con tristeza, buscando rasgos de Pablo. Cada comparación lo hería.

– Pablo lo hacía mejor, – decía ella constantemente.

Adrián no los llamaba “papá” o “mamá”, solo “ustedes”. José mediaba, pidiendo paciencia:

– Dale tiempo, Adrián. Ella necesita superar su dolor.

Pero un día, Marta estalló:

– ¡No soporto esto! ¡No es Pablo! – Tomó sus cosas y se fue a casa de su madre.

Esa noche, Adrián vio a José abatido.

– Lléveme mañana al orfanato. Sin mí, se reconciliarán.

José lo miró. En sus ojos vio la misma bondad que en los de Pablo. Lo abrazó.

– No, Adrián. Somos hombres. Somos fuertes. Lo superaremos.

Vivieron juntos en calma. Cocinaban, hablaban, pero ambos extrañaban a Marta.

– Mañana es su cumpleaños, – dijo José.

Adrián lo miró fijamente, algo cambió en su interior. Lo abrazó y dijo:

– Papá, mañana traeremos a mamá a casa.

José lloró. No supo si por la palabra “papá” o por la esperanza de reunirse.

Al día siguiente, fueron a casa de la madre de Marta. Al abrir, ella los miró sorprendida.

– Mamá, ven a casa. Te extrañamos, – dijo Adrián, entregándole flores. – Y feliz cumpleaños. Hasta preparamos la cena.

Marta se quedó inmóvil. Luego, lo abrazó llorando.

– Claro, hijo. Vamos a casa. Perdóname.

Adrián recibió un milagro: una vida nueva, unos padres que, al final, lo amaban. Y él los amaba también. Vivía, reía y soñaba, gracias a un chico que ya no estaba.

**Moraleja:** Incluso en la pérdida, el amor encuentra caminos. Aceptar el dolor nos permite ver nuevas oportunidades, y a veces, la vida nos devuelve la esperanza cuando menos lo esperamos.

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Lo lograremos