**«Lo entiendo todo… pero tú también entiéndeme a mí»: la verdad que destruyó las ilusiones**
Aquel día, Valentina, como siempre, preparaba la comida — picaba carne para el guiso. En la cocina olía a cebolla, la sartén chisporroteaba con el aceite caliente, y de repente, el teléfono sonó en la otra habitación. Su marido, Vicente, descolgó. Su voz era contenida:
— ¿Diga?
Luego, un silencio. Largo. Como si alguien hablara sin parar y él solo escuchara. Valen se secó las manos en el delantal y salió de la cocina. En el pasillo, nadie. El cable del teléfono se extendía hacia el cuarto de los niños. El corazón le dio un vuelco. Sin saber por qué, avanzó callada, como si fuera a robar — de puntillas.
Desde la puerta entreabierta del dormitorio, llegó su susurro. Una voz que nunca usaba con ella.
— Lola, por favor, cálmate… Lo entiendo, de verdad. Pero tú también entiéndeme a mí. Tengo familia, no puedo ir ahora… Te quiero muchísimo. Pero no puedo hablar — Valen podría entrar en cualquier momento. Tengo que decírselo todo, pero ahora no es el momento… Mañana, ¿vale? No me llames a esta hora, te lo pido. Y… te quiero.
Fue como si un rayo la atravesara. La mano, lista para abrir la puerta, se quedó en el aire. El corazón le latía tan fuerte que le costaba respirar. «Te quiero». Se lo había dicho a otra. No a ella.
Valen no montó un escándalo. La voz de su madre resonó en su cabeza: *«Nunca hagas nada importante con la cabeza caliente»*. Se enderezó lo más firme que pudo y volvió a la cocina. Tomó el cuchillo, pero su mano temblaba. Los trozos de carne quedaron mal cortados. A sus pies, la gata se restregaba; Valen le lanzó un pedazo — el único gesto de bondad automática que le quedaba.
*«Te quiero muchísimo…»*
Esas palabras le daban vueltas en la mente como un maleficio. Se aferró a otra frase suya: *«Tengo familia…»* ¿Significaba que aún importaba? ¿Que aún valía algo?
Pero entonces… ¿qué era ella? ¿Solo la madre de sus hijos? ¿La criada? ¿La costumbre? Un dolor le oprimía el pecho. Porque ellos lo tenían todo bien. Él era cariñoso, atento. Ni una sombra de distancia. Nunca le había dado motivos.
Veinte minutos después, Vicente volvió a la cocina, inhaló el aroma de la cena y sonrió:
— ¡Dios, qué bien huele! ¿Falta mucho?
— Media hora. He picado la carne fina para que se haga antes… ¿Quién llamaba?
— ¿Eh? — como si no entendiera. — Ah, del trabajo. Me han pedido que vaya mañana a recibir un pedido de madera.
— Últimamente siempre te piden los fines de semana. No me gusta.
— Es el verano, todos están de vacaciones…
— Ajá.
— Estás rara, Valen.
— Solo cansada. Pensaba que mañana iríamos juntos a la huerta.
— Tú trabajas. Iremos por la tarde.
— Vicen…
— ¿Qué?
— ¿Me quieres?
— Claro, qué tonterías. Te quiero, Valen. Y a los niños también. Lo sabes — mi familia lo es todo para mí.
La abrazó, le dio un beso en el cuello. Pero, por primera vez en su vida, ese beso le resultó repulsivo.
Más tarde, tumbada en el sofá, miraba a sus hijos jugar. La gata saltó sobre su vientre, clavando las uñas — agradecida por el bocado. Valen le apretó las patitas y hundió la cara en su pelaje.
*Esa mujer… tenía que desaparecer.*
Valen no podía compartir a su marido. No podía acostarse con él sabiendo que había estado con otra. Pero perderlo también era insoportable. La solución llegó sola: ocuparse de la amante. Personalmente. Sin que él interviniera.
Al día siguiente, después de que Vicente llevara a los niños al colegio y se marchara «al trabajo», Valen dijo en la fábrica que no se encontraba bien y se quedó en casa. Para disimular, le pidió a la vecina una bata y un pañuelo — *«voy a pintar una pared en la fábrica»*. Luego, directa al parque. Tras unos minutos, apareció Vicente. Valen lo siguió, escondiéndose por las callejuelas.
Entró en el mercado, compró boquerones y fruta, y después se dirigió a las afueras. Valen lo entendió: *allí vivía ella*. Él desapareció tras una verja.
Se sentó en un banco. Esperó. Y entonces él salió… no solo. Una rubia alta a su lado. Caminaban hacia la arboleda — el mismo sitio donde ellos solían pasear. Valen volvió a casa. La cabeza le ardía. El alma, desesperada.
Dos días después, pudo ver mejor a Lola — *guapa, la muy zorra*. Treinta y pocos. Luego, la suerte: la vio con una amiga. La otra, sin saber nada, lo soltó todo charlando alegremente.
— ¿Lola? Sola con un niño enfermo, su marido la dejó. Ahora sale con uno casado. Dice que dejará a su mujer por ella…
A Valen le hirvió la sangre. Pero sonrió.
Y así, en un día de trabajo a medias, Valentina — con bata y pañuelo — fue «de visita».
Lola estaba en el patio. Valen fingió un mareo, ganó su confianza. Agua, un vaso… y de pronto — *«Veo tu destino»*.
Lola, primero en shock, luego incrédula. Pero Valen empezó a contarle su vida — el marido, el divorcio, el niño, las cicatrices… Todo. Lola creyó. Los ojos se le agrandaron.
— Con ese hombre… no tendrás futuro. Está atado a su mujer. No te dejará nunca.
— ¡Sí lo hará! ¡Haré que sea mío! ¡Le daré un hijo!
— ¡No será tuyo!
— ¡Lo será!
Y entonces — un boquerón en la cabeza. Se enzarzaron en una pelea. Valen la golpeaba, gritando:
— ¡Es MI marido! ¡MÍO! ¡¿Lo entiendes?! ¡Aléjate de nuestro camino! ¡Desaparece!
Lágrimas, barro, la bata rota… Pero Valen salió con la cabeza alta.
A la semana, dejaron de llamar a Vicente los fines de semana. Ya no olía a pescado. Valen sintió la victoria. Lola desapareció de sus vidas. Para siempre.
Pasaron los años. Se mudaron. Vivieron en calma. Él, distante, un poco triste. Ella, serena. Los niños crecieron. La vida siguió.
Y un día, al final de sus días, cuando solo quedaba una semana, una mujer entró en la habitación del hospital. Valen escuchó — era ella. Lola. Lloraban. Él la llamaba por su nombre. Se despedía.
Valen miró a los ojos de su vieja rival. La otra salió en silencio. No se reconocieron. O fingieron no hacerlo.
Y esa noche, sentada junto a la cama de Vicente, Valen pensó:
*Quizás… fue amor de verdad. Profundo. Callado.*
Pero…
*La vida exige sacrificios.*
*Y si alguien tenía que sufrir… mejor ella que sus hijos. Porque la familia lo es todo.*