“Lo entiendo todo… pero tú también entiéndeme a mí”: la verdad que destrozó las ilusiones
Aquel día, Valentina, como siempre, preparaba la comida: cortaba carne para un estofado. En la cocina olía a cebolla, la sartén chisporroteaba con el aceite, y de repente, el teléfono sonó en el salón. Su marido, Javier, descolgó. Su voz era contenida:
—¿Diga?
Luego, un silencio. Largo. Como si alguien hablara sin parar y él solo escuchara. Val limpió sus manos en el delantal y salió de la cocina. En el pasillo, nadie. El cable del teléfono se arrastraba hacia el cuarto de los niños. Un pinchazo en el pecho. Sin saber por qué, avanzó en puntillas, como si fuera a robar.
Desde la habitación entreabierta, llegó su susurro. Una voz que nunca usaba con ella.
—Lola, por favor, cálmate… lo entiendo, de verdad. Pero tú también entiéndeme a mí. Tengo una familia, no puedo ir ahora… Te quiero mucho. Muchísimo. Pero no puedo hablar, Val puede entrar en cualquier momento. Tengo que decírselo, pero aún no es el momento… Mañana, ¿vale? No llames a esta hora, te lo pido. Y… te quiero.
Como si le hubieran dado una descarga. Su mano, a punto de abrir la puerta, se quedó suspendida. El corazón le latía tan fuerte que le costaba respirar. *”Te quiero”*. Se lo había dicho a otra. No a ella.
Val no montó un escándalo. La voz de su madre resonó en su cabeza: *”Nunca hagas nada importante con la cabeza caliente”*. Se enderezó lo mejor que pudo y volvió a la cocina. Agarró el cuchillo, pero la mano le temblaba. Los trozos de carne salían torcidos. A sus pies, se frotaba el gato; Val le tiró un pedazo, el único gesto de bondad automática que le quedaba.
*”Te quiero mucho…”*. Las palabras le daban vueltas como un conjuro. Se aferró a otra frase suya: *”Tengo una familia”*. ¿Significaba que aún importaba? ¿Que aún contaba?
Entonces, ¿qué era ella? ¿Solo la madre de sus hijos? ¿La empleada del hogar? ¿La costumbre? Un dolor le apretaba el pecho. Porque todo iba bien. Él era cariñoso, atento. Nunca había dado motivos.
Veinte minutos después, Javier entró en la cocina, aspiró el olor de la cena y sonrió:
—¡Dios, qué bien huele! ¿Cuánto falta?
—Unos treinta minutos. Corté la carne más pequeña para que se haga antes… ¿Quién llamaba?
—¿Eh? —como si no entendiera—. Ah, del trabajo. Me piden que vaya mañana a recibir un cargamento de madera.
—Te llaman mucho los fines de semana. No me gusta.
—Están todos de vacaciones, es verano…
—Ajá.
—Estás callada, Valita.
—Es el cansancio. Pensé que mañana iríamos juntos a la casa del pueblo.
—Tú trabajas por la mañana. Iremos por la tarde.
—Javi…
—¿Qué?
—¿Me quieres?
—Claro, qué tontería. Te quiero, Valita. Y a los chicos también. Sabes que para mí la familia lo es todo.
La abrazó, la besó en el cuello. Pero, por primera vez en su vida, ese beso le resultó incómodo.
Más tarde, recostada en el sofá, miraba a sus hijos jugar. El gato saltó sobre su vientre, clavando las uñas—agradecido por el bocado. Val le apretó las patitas y escondió la cara en su pelaje.
*Esa mujer… tiene que desaparecer*. Val no podía compartir a su marido. Tampoco podía acostarse con él sabiendo que había estado con otra. Pero perderlo… era insoportable. La solución vino sola: ocuparse de la amante. Personalmente. Sin él.
Al día siguiente, cuando Javier llevó a los niños al colegio y se fue “al trabajo”, Val dijo en la fábrica que se encontraba mal y se quedó en casa. Para despistar, le pidió a la vecina una bata y un pañuelo—*”voy a pintar una pared en el taller”*. Luego, directa al parque. Tras unos minutos, salió Javier. Val lo siguió, escondiéndose en callejones.
Entró en el mercado, compró boquerones y fruta, luego se dirigió a las casas bajas. *Allí vive ella*, pensó Val. Él desapareció tras un portal.
Se sentó en un banco. Esperó. Y entonces, salió… no solo. Una rubia alta a su lado. Caminaron hacia la arboleda—el mismo lugar donde ellos solían pasear. Val volvió a casa. Con la mente ardiendo. Con el alma rota.
Unos días después, pudo ver mejor a Lola—*guapa, la muy…*. Unos treinta años. Luego, la suerte: la vio charlando con una amiga. La otra, sin saber nada, lo soltó todo:
—¿Lola? Vive sola con su hijo enfermo. El ex se largó. Ahora sale con un hombre casado. Dice que la dejará por ella…
A Val le bullía la sangre. Pero sonrió.
Y así, en un día de medio turno, Valentina—con bata y pañuelo—fue “de visita”.
Lola estaba en el patio. Val fingió un mareo para ganarse su confianza. Agua, un vaso… y de pronto: *”Veo tu destino”*.
Lola, primero incrédula, luego intrigada. Val le habló de su vida—el divorcio, el niño, las cicatrices… Todo. Lola creyó. Sus ojos se abrieron.
—Con ese hombre… no tendrás futuro. Está atado a su mujer. No la dejará nunca.
—¡Lo hará! ¡Conseguiré que se case conmigo! ¡Tendrá un hijo mío!
—¡No será tuyo!
—¡Lo será!
Y entonces—un boquerón en la cabeza. Pelea. Val la golpeaba, gritando:
—¡Es MI marido! ¡MÍO! ¿Entiendes? ¡Lárgate de nuestro camino! ¡Lárgate!
Lágrimas, tierra, la bata rasgada… Pero Val salió con la cabeza alta.
Una semana después, dejaron de llamar a Javier los fines de semana. Ya no olía a pescado. Val sintió la victoria. Lola desapareció de sus vidas. Para siempre.
Pasaron años. Se mudaron. Vivieron en calma. Él, distante, algo triste. Ella, serena. Los niños crecieron. La vida siguió.
Hasta que un día, al final de sus días, cuando solo quedaba una semana, una mujer entró en la habitación. Val escuchó—era ella. Lola. Lloraban. Él la llamaba por su nombre. Se despedían.
Val miró a los ojos de su antigua rival. La otra salió en silencio. No se reconocieron. O quizá fingieron no hacerlo.
Y esa noche, sentada junto a la cama de su marido, Val pensó:
*¿Y si fue amor de verdad? Auténtico. Profundo. Callado.*
Pero…
La vida exige sacrificios.
Y si alguien iba a sufrir, mejor que fueras tú… y no tus hijos. Porque al final, lo que importa es la familia.