Lo di todo por mi hija, pero ella me traicionó

 

Cuando mi hija, Valeria, se casó, ella y su esposo, Andrés, no tenían casa propia. Eran jóvenes, estaban comenzando su vida juntos, llenos de sueños pero sin un hogar donde construirlos. Sabía lo difícil que era empezar sin una base sólida, sin un techo seguro. Así que hice lo que creí correcto: les di mi apartamento de dos habitaciones y me fui a vivir con mi madre, a un pequeño y modesto cuarto donde apenas cabía mi cama.

Y así, desaparecí de su vida.

Dejé atrás mi comodidad, mi hogar, mi refugio. Todo lo que había construido con años de esfuerzo, lo cedí sin dudarlo. Me repetía que estaba haciendo lo correcto, que un padre debe sacrificarse por el bienestar de su hija.

En el fondo, esperaba que Valeria entendiera mi gesto. Que lo valorara. Que en algún momento me dijera: “Gracias, papá.”

Pero me equivoqué.

Qué gran error cometí…

Años de sacrificios, pagados con olvido

Crié a Valeria solo. Su madre, Camila, falleció inesperadamente cuando nuestra hija tenía solo ocho años. En un solo instante, mi mundo se desmoronó. Pero no tuve tiempo de llorar. No me lo permití.

Tenía que ser fuerte por ella.

Trabajé sin descanso, tomé turnos extras, me olvidé de mí mismo para que ella tuviera una vida digna. Cada billete que ganaba era para ella, para que no le faltara nada. No quería que sintiera la ausencia de su madre, no quería que se sintiera menos que otros niños.

La única persona que me apoyó fue mi madre. Ella cuidó de Valeria cuando yo pasaba días y noches en el trabajo. Me ayudó cuando sentía que no podía más. Sin ella, no sé cómo habría sobrevivido.

Los años pasaron. Valeria creció, terminó la universidad, conoció a Andrés y se enamoró. Cuando me dijo que se casaría, sentí orgullo. Creí que había hecho todo bien, que había cumplido con mi deber de padre y que ella tenía un futuro asegurado.

No sabía que en ese futuro ya no había lugar para mí.

El primer golpe

Apenas unas semanas después de la boda, cuando Valeria y Andrés ya vivían en mi antiguo apartamento, me visitó la madre de Andrés, Patricia.

Se sentó frente a mí con una sonrisa educada pero fría y, sin rodeos, me dijo:

— ¿Cuándo piensas remodelar el apartamento? Se ve un poco anticuado… y los chicos necesitan un hogar moderno, algo más acorde a su estilo de vida.

Sus palabras fueron un puñal directo al corazón.

Ese apartamento no era lujoso, pero era mi hogar. Cada rincón guardaba recuerdos de mi vida con Valeria, de sus primeros pasos, de las noches en las que le contaba cuentos antes de dormir. ¿Eso no valía nada?

Contuve la respiración para no perder la calma.

— Si creen que necesita una remodelación, tal vez podríamos compartir los gastos. Al fin y al cabo, su hijo también vive ahí.

Patricia soltó una carcajada sarcástica.

— ¿Yo? ¿Gastar dinero en una casa que ni siquiera es mía? ¡Por supuesto que no!

Pude haberle respondido muchas cosas. Pude haberle recordado que ese apartamento era el fruto de años de sacrificios, que lo entregué sin esperar nada a cambio, solo por amor a mi hija.

Pero no dije nada.

Apreté los dientes, usé mis últimos ahorros para hacer unas pequeñas reformas y me fui.

Me alejé.

No llamé, no me impuse en sus vidas. Esperé.

Esperé a que Valeria me invitara. A que me recordara.

Pero Patricia no tenía mis mismas reservas.

Ella estaba ahí todos los días.

Mandaba, decidía, ocupaba mi lugar. Como si ese apartamento fuera suyo.

Un padre que dejó de existir

Llegó diciembre.

Quise hacer algo especial por Valeria.

Fui al supermercado y compré todo lo necesario para la cena de Navidad. Elegí sus platillos favoritos, los dulces que le preparaba cuando era niña, incluso una botella de vino que solíamos compartir en Nochebuena.

Las bolsas eran pesadas, pero no saqué el teléfono. No quise avisarle. Solo quería sorprenderla.

Pero al entrar al apartamento, sentí que el mundo se me venía abajo.

Patricia estaba sentada en la mesa del comedor.

Bebía su té con total tranquilidad, como si estuviera en su propia casa. Frente a ella, había una hoja de papel.

Me acerqué.

Era la lista de invitados para la cena de Navidad.

Leí los nombres.

El mío no estaba.

Valeria y Andrés habían organizado la cena.

Para la familia de él.

Para sus padres, sus hermanos, sus primos.

Yo no existía en esa lista.

Me quedé de pie en la puerta, con las bolsas en las manos, pero la carga más pesada la sentí en el pecho.

Les había dado todo. Mi casa, mi seguridad, mi tranquilidad.

Y ahora era un extraño.

No quería regalos. No quería agradecimientos.

Solo quería una cosa.

Quería no ser olvidado.

Pero mientras me quedaba ahí, invisible para mi propia hija, entendí la verdad.

Dí demasiado.

Y ahora, no me quedaba nada.

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MagistrUm
Lo di todo por mi hija, pero ella me traicionó