«Lo atractivo que se ha vuelto. Si solo tuviera un poco más de dinero y trabajara en una empresa prestigiosa, quizás me habría enamorado de él», pensó una mujer.

«Qué guapo se ha vuelto. Si tuviera un poco más de dinero, si trabajara en una empresa prestigiosa, quizás me enamoraría de él», pensaba Alba.

—Bueno, Jorge, te quedas a cargo. Si hay algún problema, llámame. No me voy a Marte, estaré disponible —dijo Javier, tendiendo la mano a su subordinado y amigo.

—Tranquilo, no te preocupes. Por cierto, ¿no me dijiste adónde ibas de vacaciones? ¿A las Maldivas o a Turquía? —preguntó Jorge, estrechando su mano.

—¿No te lo dije? Voy a lo de mi madre. Hay que arreglar el tejado y la valla. Antes mi padre se encargaba de la casa, pero desde que murió, todo se ha ido desmoronando. No recuerdo cuándo fue la última vez que me senté con una caña de pescar junto al río.

—Yo nunca he ido de pesca. Soy un urbanita total. Hasta te envidio —suspiró Jorge—. Cuando vuelvas, me lo cuentas —gritó a la espalda de Javier, que ya se alejaba.

Feliz de que al día siguiente estaría lejos del bullicio y el polvo de la ciudad, respirando el aire fresco de su infancia y abrazando a su madre, Javier sonreía mientras conducía hacia casa.

Había crecido en un pequeño pueblo. Su madre era maestra, su padre, albañil. Javier solía ayudarle en las obras y aprendió de todo. Su padre soñaba con que siguiera sus pasos, pero a él le fascinaban los coches, los ordenadores, las nuevas tecnologías. Era buen estudiante. Cuando terminó el instituto, anunció que en el pueblo no había futuro, que quería ir a Madrid y alcanzar algo más que ser albañil, como su padre.

—¿Que no hay futuro? El pueblo crece, siempre harán falta albañiles. No te faltará el pan. Si quieres, te construimos una casa moderna. Te casas, los niños tendrán espacio para jugar —razonaba su padre.

—Es pronto para pensar en casarse. Primero hay que labrarse un futuro —se defendía Javier.

Su padre se irritaba, discutía. Su madre, en cambio, lo calmaba y apoyaba.

—No le cortemos las alas. Que lo intente. Es listo, algún día nos sentiremos orgullosos —decía ella.

Sus padres le dieron dinero para empezar y lo dejaron marchar a conquistar la capital. Javier estudió en la universidad mientras trabajaba en la construcción. Con el tiempo, logró todo lo que quería.

En el instituto, estuvo enamorado de Alba, una muchacha risueña de nariz respingona. No era brillante, soñaba con ser peluquera, abrir su propio salón. Cada uno tenía su sueño, y así se separaron, esperando reencontrarse algún día.

Cuando Javier volvía al pueblo en vacaciones, Alba ya se había ido.

Podría haber ido a ver a su madre, pedirle su número o dirección… pero no lo hizo. El amor entorpecería sus metas. Si se casaban, vendrían los niños, y entonces tocaría trabajar para sobrevivir, no para cumplir sueños. No, primero debía lograr todo lo que quería: montar su negocio, comprar un coche, construir una casa… Luego, ya vería.

—Ojo, no dejes pasar el tiempo. Alba podría no esperarte —advirtió su padre.

—No importa, hay otras chicas —respondía Javier.

Pero no quería a ninguna más.

Ahora tenía todo, o casi todo, lo que había deseado. Una casa bonita en un barrio exclusivo, un coche caro, un negocio rentable. Podía pensar en casarse. Había tenido mujeres, pero querían su casa, su coche, su dinero. Él anhelaba que lo amaran por sí mismo.

Cada vez que visitaba a sus padres, secretamente esperaba encontrarse con Alba. A ellos les hablaba poco de su vida. Vivían con humildad, sin lujos, ganándose el pan honradamente. Esperaban lo mismo de él. Cuando hablaba de sus éxitos, su padre fruncía el ceño y su madre parpadeaba inquieta. ¿Cómo podía alguien comprar un piso en Madrid o construir una casa trabajando honradamente?

—¿Estás saltándote la ley? ¿Es eso lo que te enseñamos? Mejor hubieras seguido en la construcción, antes que hacernos pasar vergüenza —refunfuñaba su padre.

Por eso, Javier visitaba a sus padres en un coche modesto, prestado por amigos a cambio de su Lexus. O en tren. Decía que trabajaba de ingeniero. Su padre asentía, orgulloso de su hijo madrileño.

Esta vez, aunque su padre había muerto tres años atrás, Javier no cambió su rutina. Dejó el Lexus en el garaje, compró un billete de tren y vistió ropa discreta.

Le tocó la litera inferior, pero una anciana debía subir a la de arriba. Sin pensarlo, se la cedió. La mujer no dejó de darle las gracias durante todo el viaje.

Javier, tumbado en la litera superior, miraba por la ventana. Bosques, campos y ríos desfilaban ante sus ojos mientras recordaba su primer viaje a Madrid. Los recuerdos fluyen fácil bajo el traqueteo de las ruedas.

El pueblo le pareció pequeño y mágicamente hermoso. El aire era limpio, los árboles frondosos, no como la vegetación mustia de la ciudad. Las flores en los jardines alegraban la vista.

Al entrar en el patio de su casa, su madre lo vio, levantó las manos y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Hijo, qué alegría. No te esperaba. ¿Te quedas mucho? —lo miró con atención.

—Hasta que me eches —respondió, abrazándola.

Su madre horneaba tartas cada día, esforzándose por alimentar bien a su único hijo. Él comía y luego subía al tejado, arreglaba la valla, pintaba las persianas.

—Descansa, hijo. Has venido de vacaciones y trabajas sin parar —se quejaba ella.

—Ya está todo hecho. ¿Y tú, adónde vas? —preguntó Javier al verla con un vestido elegante y un bolso grande.

Su madre nunca salía sin arreglarse.

—Tengo que ir al supermercado —dijo.

—Yo voy en bici. ¿Qué necesitas? —ofreció Javier.

Ella le dio la lista.

—¿Y tú vas así? —exclamó, sorprendida.

—¿Qué pasa? —Para el pueblo, iba más que presentable: vaqueros gastados, camisa con las mangas remangadas, mostrando sus brazos fuertes y bronceados.

Las zapatillas… Bueno, eran de marca, caras. Le gustaba el calzado cómodo y de calidad. Dudo que alguien en el pueblo supiera su precio.

Montó en la vieja bici y fue al supermercado. Las mujeres allí no lo reconocieron, lo miraban con curiosidad, preguntando de quién era y a quién visitaba. Se sorprendieron cuando se identificó, preguntaron por su vida. Javier evitaba responder.

Al salir, vio junto a su bici un Audi rojo. Comparado con aquel coche, su bicicleta parecía una reliquia milenaria. Silbó admirativo al ver la rueda pinchada del Audi.

—Mejor me ayudas a cambiar la rueda en vez de silbar —sonó una voz femenina tras él.

Se le erizó la piel. La gente puede cambiar, pero la voz sigue siendo la misma. Algo así escribieron Jardiel Poncela o Umbral.

Al girarse, apenas reconoció a la mujer elegante que era Alba. Llevaba un vestido ceñido, un corte de pelo moderno, maquillaje impecable. Sandalias doradas.

El rubor le subió a la cara. Quiso silbar, pero no pudo.

—¿Javier? —exclamó ella, reconociéndolo al fin.

—Has cambiado mucho. No te reconocía. ¿Es tuyo el coche? —señaló con la cabeza—. Es una pasada.—No lo hubieras dicho si lo supieras todo sobre mí —murmuró Javier, mientras las calles del pueblo se desvanecían en el retrovisor y él aprendía, demasiado tarde, que el amor no se mide en euros ni en apariencias, sino en verdades que nunca se atrevieron a compartir.

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MagistrUm
«Lo atractivo que se ha vuelto. Si solo tuviera un poco más de dinero y trabajara en una empresa prestigiosa, quizás me habría enamorado de él», pensó una mujer.