**7 de octubre**
Esta mañana he ido a casa de mi hijo con comida casera a las siete, y me ha cerrado la puerta en las narices. Estoy segura de que todo es culpa de su mujer.
Toda nuestra vida con mi marido ha girado en torno a una sola persona: nuestro hijo. Fuimos padres tarde, y desde el primer día nos juramos una cosa: él nunca sentiría lo que yo sentí de pequeña. Crecí sin padre, y mi madre era fría, distante, como una extraña. Nunca supe lo que era el cariño de una madre, y prometí que mi hijo no conocería el dolor que yo sufrí.
Miguel se convirtió en nuestro sentido de la vida. Trabajamos sin vacaciones, sin descanso, sin pensar en nosotros. Todo por él. Cuando estudiaba en el instituto, pedimos una hipoteca para comprarle un piso en el edificio de al lado. Fue durísimo, diez años de cuotas. Pero lo logramos. Y cuando se casó, ya tenía su hogar.
Nunca olvidaré el banquete, cuando le entregué las llaves con solemnidad. Su novia, Lucía, y su madre casi se echaron a llorar. Mi nueva consuegra no paraba de decir que «haría cualquier cosa por su niña», pero al final ni dote ni ayuda: todo vino de nosotros.
Seguimos echándoles una mano. ¿Quién, si no sus padres, iba a apoyar a esa joven pareja? Yo les preparaba comidas, les limpiaba la casa, les traía la compra, incluso les ayudaba con los gastos de la casa. Lucía me llamaba preguntando dónde estaban los utensilios de cocina—no los había comprado ella, ni los había guardado. Lo hice todo de corazón. Sin esperar nada. Solo un simple «gracias».
Pero la gratitud, al parecer, se quedó en otra vida. En su lugar, solo recibí irritación, desprecio, indiferencia. Y ayer lo entendí: ya no soy bienvenida en esa casa.
El día empezó como siempre. Entro a trabajar a las ocho, pero a las siete ya estaba en la puerta de mi hijo. Llevaba un guiso recién hecho, calentito, con su aroma delicioso. Y también unas cortinas nuevas para combinar con la vajilla y los manteles que les compré la semana pasada. Quería darles una sorpresa. Abrí el bolso, sa…