**Diario de una reconciliación**
Nadie podía creer que dos amigas de toda la vida, Julia y Luisa, hubieran discutido. Los vecinos del pueblo murmuraban:
—¿Qué pudo pasar para que se enfadaran así? Ni se visitan, y si se cruzan en la calle, hacen como que no se ven. Y eso que viven casi pared con pared.
Ninguna de las dos hablaba, así que los chismes crecían. Las mujeres junto al pozo inventaban mil teorías, cada una más descabellada. Lo único que sabían era que Antonia, la hija de Julia, y Antonio, el hijo de Luisa, habían sido novios. Se conocían desde la escuela, pero después de graduarse sus caminos se separaron: Antonio se fue a hacer la mili y Antonia se marchó a estudiar a la universidad en la ciudad.
De niños, siempre se les veía juntos: yendo y viniendo del colegio, jugando en la calle hasta el anochecer, chapoteando en el río en verano. Y de mayores, se sentaban junto al agua, mirando la corriente.
—¡Antoniiiiia, sal! —gritaba él bajo su ventana, y ella salía disparada.
Eran muy distintos. Antonia era vivaracha y decidida; Antonio, tranquilo y callado, siempre pensando antes de actuar. Ella llevaba la voz cantante:
—Antonio, mañana vamos al bosque por setas.
Él se rascaba la cabeza y asentía.
—Antonio, mañana nos bañamos en el río.
Nunca llevaba la contraria.
Julia y Luisa se criaron jugando juntas a las muñecas, al escondite, yendo de una casa a otra. Sus familias siempre habían sido vecinas, incluso sus padres y abuelos se llevaban bien. Se casaron casi al mismo tiempo, con amigos del pueblo.
Julia fue la primera en divorciarse. Su marido era un borracho violento, y cuando Antonia tenía tres años, ya no aguantó más.
—Dios, Julia, ¡qué morado! —exclamó Luisa al verla. No hizo falta preguntar: sabía que había sido él.
—Lo he echado de casa. No sé adónde ha ido, quizá a casa de su madre.
—Bien hecho. El mío tampoco es un santo. Ayer empujó a Antonio solo porque le molestaba mientras descansaba. Le dije que no lo volviera a hacer y me amenazó…
Seis meses después, Luisa también dejó a su marido. Él siempre había sospechado que Antonio no era su hijo, aunque el chico se le parecía como dos gotas de agua. La vida se volvió insoportable, hasta que un día, con un cuchillo en la mano, la asustó tanto que no tuvo otra opción.
Así, ambas se quedaron solas, criando a sus hijos, pero sin rendirse. Los exmaridos se fueron del pueblo, y lo único bueno que les quedó fueron Antonia y Antonio.
Después del instituto, Antonio sacó el carné de conducir y Antonia entró en la universidad. Él esperaba la cartilla militar; ella se marchó a la ciudad. Cuando llegó la orden, en noviembre, Antonia volvió para despedirlo. Pasaron tres días inseparables, y luego él se fue.
Ese invierno, Antonia volvía casi todos los fines de semana. Charlaba con Luisa, que le contaba las cartas de Antonio. Pero poco a poco, las visitas cesaron. En marzo, ya no aparecía.
—Julia, ¿por qué no viene Antonia? —preguntaba Luisa.
—Está muy ocupada con los estudios.
Hasta que un día, Julia fue a verla. A la vuelta, Luisa notó algo raro. Su amiga estaba distante, casi no hablaba. No aguantó más y fue a su casa.
—Vamos, dime qué pasa —exigió nada más entrar.
Julia suspiró.
—Ya no tiene sentido ocultarlo. Antonia se ha casado. Espera un bebé.
Luisa salió corriendo. ¡Casada! ¡Un bebé! ¿Y Antonio? Escribió una carta a su hijo, contándole la noticia, pero tratando de calmarlo.
Antonio, al terminar la mili, no volvió. Se fue al norte con un compañero, trabajando sin descanso, ahogando el dolor.
Julia y Luisa dejaron de hablarse. En tres años, Antonio solo volvió una vez. Antonia ni siquiera apareció.
—Se cree demasiado importante para este pueblo —cuchicheaban las vecinas.
Hasta que un día, la cartera, Rosa, llegó con un mensaje.
—Luisa, Julia te pide que vayas. Está enferma.
—¿Enferma? —preguntó Luisa, sorprendida—. Hace años que no nos hablamos.
—Lo sé, pero insiste.
Fue a verla. Julia, pálida, estaba en el sofá.
—Perdóname —susurró.
—¿Por Antonia? No fuiste tú, fue ella quien tomó esa decisión.
—No… Escucha.
Lo que Julia le contó la dejó en shock. Volvió corriendo a casa y llamó a Antonio.
—Hijo, ven, no me encuentro bien —mintió, colgando antes de que él protestara.
A partir de ese día, Julia mejoró. Hasta Antonia apareció con su hijo, Olegario.
—¡Antonia ha venido con el niño! —contaba Luisa, radiante, a las vecinas.
Y entonces, Antonio llegó.
—¿Qué pasa, madre? ¿Estás bien? —preguntó, desconfiado al verla tan animada.
—Todo está bien, hijo.
Él fue al río, sumido en recuerdos.
—¡Antonio! —oyó detrás de él.
Al volverse, vio a Antonia con un niño de tres años… idéntico a él.
—No hay marido —confesó ella—. Tu madre le dijo a la mía que te habías casado en la mili…
—¡Malditas mujeres! —rio él, entre lágrimas—. Llevo años vacío por dentro.
—Pues yo llenaré ese vacío —dijo Antonia, abrazándolo.
Olegario tiró de su mano.
—Mamá, papá, vamos.
—Vamos, hijo —respondió Antonio, tomándolos de la mano—. Tenemos que hablar con las abuelas.
Y así, caminaron juntos hacia su futuro.