Llenaré tu alma de amor

Un sueño llenó tu alma de amor

¿Quién iba a pensar que dos mejores amigas, inseparables desde la infancia, acabarían separadas por el rencor, el dolor y el silencio? En el pueblo de Los Pinares, donde las casas se alineaban en filas perfectas y todos conocían los secretos de todos, los vecinos cuchicheaban:

—¿Te enteraste? Ya no se hablan, Julita y Loli. Antes era como uña y carne, todo juntas… Y ahora, como si fueran desconocidas.

Pero la verdad era que el silencio entre Julia y Dolores no había surgido sin motivo. Las raíces de aquel mutismo se hundían en la juventud de sus hijos. Marina, hija de Julia, y Adrián, hijo de Loli, habían crecido juntos desde la cuna. Iban juntos al colegio, al río, recogían setas, pescaban, construían chozas y soñaban con el futuro.

Marina era un huracán: valiente, decidida, siempre al frente de cualquier travesura. Adrián, tranquilo, reflexivo, con una sonrisa cálida y una mirada que decía más que sus palabras. Ella lo arrastraba, él la seguía. Así había sido siempre.

Sus madres, Julia y Dolores, tampoco se separaban. Vivían una al lado de la otra, solo un seto de por medio, entraban y salían sin llamar. Su amistad venía de sus abuelas, e incluso se habían casado casi al mismo tiempo—con hombres que, al final, no resultaron ser muy de fiar.

Julia se divorció primero. Un moratón bajo el ojo, la mirada esquiva—todo quedó claro. Su marido, un borracho violento, había levantado la mano. Sin una palabra, lo echó de casa. Loli la apoyó, aunque ella también sufría: su esposo empezó a sospechar que Adrián no era su hijo. En un arrebato, hasta agarró un cuchillo.

—¿Que mi hijo no es suyo, te imaginas?—se reía amargamente Dolores—. Como si yo fuera una cualquiera… Solo he estado con él.

Ambas se quedaron solas. Con sus hijos. Pero aguantaron.

Adrián, después del instituto, se hizo conductor. Marina se mudó a la ciudad—entró en la universidad. Él se fue pronto a la mili. Ella volvió para despedirlo. Pasaron tres días pegados el uno al otro.

Y después, la vida a distancia. Al principio, Marina visitaba cada semana—con regalos, con noticias. Iba a casa de Loli—le contaba qué escribía Adrián, cómo le iba en el servicio. Pero luego… menos, mucho menos. Desde marzo, dejó de aparecer.

—¿Por qué no se deja ver Marina?—preguntaba Dolores a Julia.

—Está ocupada. La universidad. Los exámenes.

Pero Loli notaba que algo no iba bien. Su amiga se había cerrado, los ojos sin brillo. Y luego, Julia se marchó de repente a la ciudad—«a visitarla».

Volvió aún más callada.

—Cuéntame—entró Dolores esa noche, sin llamar—. ¿Qué pasa?

Julia suspiró:

—Bueno… Marina se ha casado. Espera un niño.

El mundo se le cayó encima. Dolores salió de la casa como si la hubieran escaldado. Esa misma noche, escribió a Adrián en el servicio. Lo demás—dolor, silencio, frío.

Después de la mili, Adrián no regresó. Se fue con un compañero al norte. Trabajó en una plataforma petrolífera, matándose. Solo el trabajo le ayudaba a olvidar. En tres años, volvió una vez—para ayudar a su madre. Y Marina parecía haber desaparecido. Ni con su marido, ni con su hijo, pisó el pueblo.

Hasta que… Una mañana, la cartera trajo noticias:

—Julia está enferma. Pide que vayas. Que quiere hablar.

—No nos hablamos—rechazó Dolores.

—Pero insiste. Ella misma.

Y Loli fue. Entró—Julia estaba en el sofá, bajo una manta, pastillas y un vaso de agua al lado.

—¿Y esto?

—Supongo que todo se ha acumulado…

Callaron mucho tiempo, hasta que Julia tomó la mano de su amiga y susurró:

—Perdóname, Loli. Tengo que contarte…

Y lo contó. Todo.

Una hora después, Dolores salió como un rayo, agarró el teléfono:

—Adriancito, ven. Estoy mal… Muy mal. Ven lo antes posible.

Adrián llegó dos días después. Y se sorprendió—su madre, animada, moviéndose, riendo.

—Mamá, ¿seguro que estás enferma?

—Todo bien, hijo… Es que estoy feliz de verte.

—Voy al río, ¿vale? Lo echaba de menos.

Se quedó junto al agua, mirando la corriente—como si viera a Marina. Su risa, sus ojos… El dolor le arañaba por dentro.

—Hola, Adrián—oyó a sus espaldas.

Se dio la vuelta. Era ella. Marina. Y junto a ella, un niño. De tres años, rizado, con sus ojos. Su misma mirada.

—Esto…—balbuceó.

—Es tu hijo—dijo ella, serena—. Preséntate, este es Leito. Leito, este es tu papá.

—Pero… ¿cómo? ¿Por qué?

—Nunca hubo marido. Todo lo que oíste, mentira. Mamá no quería que deshonrara a la familia. Me prohibió venir. Y la tuya… dijo que te habías casado.

—¿Yo? ¿Casado? Nunca. No he estado con nadie.

—Yo tampoco lo creí. Hasta que mi madre enfermó. Dejó de comer, enmudeció. Y luego… lloró. Lo contó todo. Me pidió perdón. Ella no sabía que tú eras el padre. Y ahora… ahora quiere que sepas: este es tu hijo.

Adrián calló. Luego, lentamente, se arrodilló, abrazó al niño. Las lágrimas le caían por las mejillas.

—Perdóname… Por todo. Pensé que te había perdido para siempre.

—Y ahora estoy aquí. Y Leito también. Te esperábamos, Adrián. Toda esta vida.

—Llena mi alma de amor, Marina… Por favor…

—Ya la estoy llenando—susurró ella, acercándose—. Viviremos. Juntos.

Y se fueron—caminando junto al río, hacia la casa donde les esperaban dos mujeres unidas por algo más que el rencor. Esperaban una conversación, una reconciliación… y el comienzo de una nueva familia. Con una felicidad tardía, pero verdadera.

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