Llenaré tu alma de amor
Quién iba a pensar que dos mejores amigas, inseparables desde la infancia, acabarían separadas por el rencor, el dolor y el silencio. En el pueblo de Arroyo Dulce, donde las casas se alinean en dos filas y todos se conocen, los vecinos murmuraban:
—¿Habéis visto que Isabel y Carmen ya no hablan? Antes eran uña y carne, todo lo hacían juntas… Y ahora, como si fuesen extrañas.
La verdad era que el silencio entre Isabel y Carmen no había surgido por nada. Las raíces de ese distanciamiento se remontaban a la juventud de sus hijos. Lucía, hija de Isabel, y Javier, hijo de Carmen, habían crecido juntos. Iban al cole, al río, recogían setas, pescaban, construían cabañas y soñaban con el futuro.
Lucía era un huracán: valiente, decidida, siempre metida en aventuras. Javier, tranquilo y reflexivo, con una sonrisa cálida y una mirada que decía más que mil palabras. Ella lo arrastraba, él la seguía. Así era siempre.
Sus madres, Isabel y Carmen, también eran como hermanas. Vivían una al lado de la otra, cruzaban el cercado sin llamar. Su amistad venía de sus abuelas, e incluso se casaron casi al mismo tiempo— con hombres que, con el tiempo, demostraron no ser muy de fiar.
Isabel fue la primera en divorciarse. Un ojo morado, la mirada perdida— todo quedó claro. Su marido, un violento, la había golpeado. Lo echó sin más palabras. Carmen la apoyó, aunque ella también sufría: su esposo empezó a sospechar que Javier no era su hijo. En un arranque, hasta agarró un cuchillo.
—¿Mi hijo no es su hijo, te lo imaginas? — reía amargamente Carmen—. Como si yo fuese una cualquiera… Él es el único que tengo.
Las dos acabaron solas. Con sus hijos. Pero se mantuvieron firmes.
Javier, tras el instituto, se hizo conductor; Lucía se marchó a la ciudad para estudiar en la universidad. Él se fue después a la mili. Ella volvió para despedirlo. Pasaron tres días pegados.
Luego llegó la distancia. Lucía al principio visitaba cada semana— con regalos, con noticias. Iba a ver a Carmen— le contaba lo que escribía Javier, cómo le iba en el servicio. Después, cada vez menos… Y desde marzo, desapareció por completo.
—¿Qué pasa con Lucía? — preguntaba Carmen a Isabel.
—Está ocupada. Exámenes.
Pero Carmen notaba que algo no cuadraba. Su amiga estaba callada, la luz de sus ojos se apagaba. Hasta que un día, Isabel se fue a la ciudad— «a verla».
Volvió aún más silenciosa que cuando se marchó.
—Cuéntame, — entró Carmen esa noche de sopetón—. ¿Qué pasa ahí fuera?
Isabel suspiró:
—Bueno… Lucía se ha casado. Espera un niño.
El mundo se vino abajo. Carmen salió de casa como si le quemaran los pies. Esa misma noche escribió a Javier. Lo demás fue dolor, silencio, frío.
Tras la mili, Javier no regresó. Se fue con un compañero al norte, a trabajar en las plataformas petroleras, sin descanso. Solo el trabajo le ayudaba a olvidar. En tres años, volvió una vez— para ayudar a su madre. Y Lucía parecía haber desaparecido. Ni con marido ni con hijo pisó el pueblo.
Hasta que… Una mañana, la cartera trajo noticias:
—Isabel está enferma. Pide verte. Dice que es importante.
—No nos hablamos, — dijo Carmen.
—Pero insiste.
Y Carmen fue. Entró— Isabel estaba en el sofá, bajo una manta, pastillas y un vaso de agua al lado.
—¿Y ahora qué te pasa?
—Demasiado tiempo callando, supongo…
Pasaron un rato en silencio, hasta que Isabel tomó la mano de su amiga y musitó:
—Perdóname, Carmen. Tengo que contarte algo…
Y se lo contó. Todo.
Una hora después, Carmen salió disparada, agarró el teléfono:
—Javi, ven. Me siento mal… Muy mal. Ven lo antes posible.
Javier llegó dos días después. Y se sorprendió— su madre, activa, riendo, cocinando.
—Mamá, ¿estás enferma de verdad?
—Todo bien, hijo… Solo quería verte.
—Voy al río, ¿vale? Lo echo de menos.
Se quedó junto al agua, mirando la corriente— como si en ella viera a Lucía. Su risa, sus ojos… El dolor le arañaba por dentro.
—Hola, Javier, — oyó a sus espaldas.
Se volvió— era ella. Lucía. Y a su lado, un niño. De tres años, rizado, con sus mismos ojos.
—Esto… — balbuceó él.
—Es tu hijo, — dijo ella con calma—. Este es Adrián. Adri, este es tu papá.
—Pero… ¿cómo? ¿Por qué?
—Nunca hubo marido. Todo lo que oíste fue mentira. Mamá no quería que avergonzara a la familia. Me prohibió volver. Y la tuya dijo que te habías casado.
—¿Yo? ¿Casado? Jamás. No he estado con nadie.
—Yo tampoco lo creí. Hasta que mi madre cayó enferma. Dejó de comer, se encerró en sí misma. Luego rompió a llorar. Me lo confesó todo. Me pidió perdón. Ni siquiera sabía que eras el padre. Y ahora… ahora quería que lo supieras.
Javier calló. Luego se arrodilló despacio, abrazó al niño. Las lágrimas le caían sin control.
—Perdóname… Por todo. Creí que te había perdido para siempre.
—Y aquí estoy. Con Adrián. Te hemos esperado, Javi. Todos estos años.
—Lléname el alma de amor, Lucía… Por favor…
—Ya lo estoy haciendo, — susurró ella, acercándose—. Empecemos a vivir. Juntos.
Y se fueron— caminando junto al río, hacia la casa donde dos mujeres, unidas por algo más fuerte que el rencor, los esperaban. Esperaban la reconciliación, el perdón, y el comienzo de una familia. Con una felicidad tardía, pero verdadera.