Llegué con una noticia difícil, pero mis padres me dejaron aún más impactado…
Daniel viajaba en un viejo autobús por los polvorientos caminos hacia el pueblo cercano a Valencia donde vivían sus padres, con el corazón apretado por la angustia. Tenía que darles una noticia que cambiaría su mundo: el divorcio de su mujer. Pero lo que escuchó en casa de sus padres fue un auténtico mazazo. Sus padres mayores, a quienes siempre vio como el ejemplo de un matrimonio sólido, anunciaron que también se divorciaban, y ese drama ensombreció todo lo que él iba a decir. Ahora, Daniel se enfrentaba a una decisión que cambiaría su vida, mientras una tormenta de miedo, culpa y confusión estallaba dentro de él.
La idea de separarse de Laura no le resultaba fácil. Podría haberse callado, pero en un pueblo pequeño los rumores vuelan. Laura podía llamar a sus padres en un arranque de rabia, o su hermano o hermana soltar algo sin querer al verlos. Daniel prefirió contarlo él mismo antes que tener que justificarse después. Sabía que la vida era impredecible y que los errores son inevitables.
Subió las escaleras familiares y llamó al timbre. La puerta la abrió su padre, Víctor Manuel, con cara de pocos amigos, como si ya supiera el motivo de la visita.
—Hola— gruñó—. Menos mal que has venido. Pasa.
—Hola, papá— respondió Daniel, pero una punzada de ansiedad le recorrió el pecho: “¿Alguien ya les ha contado?” —¿Está mamá en casa?
—Sí, sí— contestó su padre, irritado—. ¿A dónde va a ir? Está ahí, como una reina enfadada.
—¿De qué hablas?— preguntó Daniel, confundido—. ¿Qué te pasa?
—¡Que ya está bien!— gritó de repente su padre, girándose y metiéndose en la habitación, resoplando de furia.
Daniel, desconcertado, lo siguió. En el salón, su padre se desplomó en el sofá con los brazos cruzados. Su madre, que solía estar tejiendo, no estaba. Al asomarse al dormitorio, la vio: Elena María, junto a la ventana, con el rostro más oscuro que una tormenta.
—¿Has venido?— preguntó fríamente—. ¿Ya te has separado de Laura o estás pensándolo?
—¿Cómo lo sabes?— el corazón de Daniel dio un vuelco—. ¿Por qué me preguntas eso?
—¡Porque necesito saber si has alquilado ya un piso o no!— respondió tajante.
—¿Qué piso?— se quedó perplejo.
—¡El que necesitarás después del divorcio!— sentenció ella.
—Pues no— contestó Daniel—. Pero ¿cómo sabíais que me iba a divorciar?
—Nos enteramos— dijo su madre con dureza—. Así que, hijo, busca piso rápido, porque ¡me voy a vivir contigo!
—¿Qué?— Daniel se quedó helado.
—¡No!— rugió su padre desde el salón, apareciendo en la puerta con los ojos llameantes—. ¡Con Daniel me voy yo! ¡Tú quédate aquí, el piso está a tu nombre!
—¡Ni en sueños!— chilló su madre—. ¡No me quedo en esta casa llena de tu cabezonería!
—¡Basta!— Daniel miraba de uno a otro—. ¿De qué estáis hablando? ¿Adónde os vais?
—¡Contigo!— declaró su padre—. ¡Bien hecho, hijo, justo a tiempo! ¡Qué suerte que quieras divorciarte!
—¿Suerte?— Daniel sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
—¡Porque viene como anillo al dedo! ¡Tu madre y yo también nos divorciamos!— soltó su padre.
—¿¡Qué!?— Daniel se quedó de piedra. Esperaba reproches, no una noticia así.
—¡Se acabó!— siguió su padre—. Eres mayor, no le debo nada a nadie. Tu madre y yo ya estamos cansados el uno del otro, como tú y Laura. ¡Me voy contigo, y viviremos juntos, como hombres!
—¡No, conmigo se viene el hijo!— interrumpió su madre—. Tú no me haces falta, pero a él sí le sirvo. Sin mujer se perderá, y yo aún cocino bien. ¿Verdad, Dani? ¿Te gustan más mis albóndigas o las de Laura?
—¿Y yo no sé cocinar?— saltó su padre—. ¡Hago mejor la paella que cualquier cocinera! ¡Y gazpacho, lentejas, lo que sea!
—¡Ja!— se burló su madre—. ¿Cuándo cocinaste por última vez? ¿En el siglo pasado?
—¡Y qué! ¡Los hombres lo hacemos todo solos! ¡Solo necesitamos lavadora, microondas y una nevera grande para no salir en un mes!— exclamó su padre.
—¿¡Eso le enseñas a tu hijo!?— protestó ella.
—¡Basta ya!— explotó Daniel—. ¿Estáis locos? ¡Casi octogenarios y hablando como críos! ¡Madre mía!
—¡Y tú!— gritaron al unísono—. ¡Cincuenta años y te portas como un mocoso! ¡No nos regañes! ¡Mejor elige con quién te quedas!
—¡¿Quién os ha dicho que me voy a ir de casa?!— estalló él—. ¡Laura y yo tenemos nuestro piso!
—¿Cómo?— su madre parpadeó—. Pero si te divorcias…
—¿Quién os lo ha contado?— preguntó él.
—Laura. Tu hermana nos avisó de que la llamaste para decírselo— respondió su madre.
—¡No me divorcio!— dijo firme—. ¡Era una broma!
—¿Broma?— su padre se quedó descolocado—. ¿Y nosotros aquí planeando una vida nueva… y lo arruinas?
—Sí, Dani— refunfuñó su madre—. No se juega con eso. Nos ilusionaste y ahora… bueno, seguiremos aguantándonos.
—Pero mira— añadió—, si al final te divorcias, tu padre y yo seremos los primeros en mudarnos contigo. ¿Entendido?
—Entendido— asintió él, sombrío. Ahora sabía que ese divorcio que tanto le rondaba la cabeza no iba a ocurrir. —Me voy.
—¿Adónde?— se alarmó su madre—. ¿No habías venido por algo? ¿Quieres comer?
—No— se negó—. Solo quería veros. Y parece que no fue en vano. Dejad de pelear. Se supone que debéis darnos ejemplo… En fin, hasta luego.
Al salir, sus padres se miraron y suspiraron aliviados.
—¿Ha funcionado?— preguntó su padre.
—Creo que sí— dijo su madre, dubitativa—. Ojalá Laura no tarde en reconciliarse.
—No tardará— su padre sonrió—. Tu hermana dijo que lo del divorcio fue idea de Daniel. Así que él dará el paso.
—Dios te oiga— murmuró su madre, cogiendo su labor y sentándose en su sillón—. Ahora vete a la cocina.
—¿Por qué?— preguntó él.
—Dijiste que cocinas de vicio. Demuéstralo. Hazme unas patatas, hace siglos que no las pruebo.
—Vale— sonrió su padre—. Te las preparo tan buenas que chuparás los dedos.
Daniel caminaba hacia casa con una idea en la cabeza: “¿Habrán tramado todo esto para que no me separe de Laura?” El cariño, la astucia y el cuidado de sus padres le dieron una oportunidad para reflexionar. Pero un miedo persistía: ¿y si al final perdía a su familia de verdad?