7 de diciembre, 2023
Hoy escribo con el corazón hecho pedazos. Vine a ayudar a mi hijo y a mi nuera, y él me echó de su casa justo antes de Navidad.
Me llamo Lucía Alonso. Mi hijo, Javier, era el sentido de mi vida. Vivimos juntos en Sevilla desde que terminó el instituto. Intenté no entrometerme en su vida privada, aunque por nuestra casa pasaron varias chicas. Un par de veces parecía que llegaría el día de su boda, pero algo siempre lo truncaba.
Javier siempre soñó con una familia firme y verdadera, pero al parecer, no todas sus parejas querían lo mismo. La última chica le dijo claramente que no viviría con un “hijo de mamá”. Duele oír eso, más cuando nunca me metí en sus relaciones, no di consejos no pedidos, no controlé. Pero supongo que mi sola presencia ya era un obstáculo para ella.
Entendí que, mientras viviéramos juntos, a mi hijo le costaría construir su propia vida. Tomé la difícil decisión de irme al pueblo, a la casa de mis padres, para darle espacio. Pasó un año. En ese tiempo, él se casó, y esperaban un bebé para finales de enero. En todo ese tiempo, no me invitó ni una vez, pero no me quejé. Pensé: “Los recién casados necesitan su intimidad”.
Se acercaba la Nochebuena, y decidí adelantar mi viaje a diciembre. No solo quería verlos, sino ayudar: quizás necesitaban preparar algo para el bebé, o mi nuera requería apoyo. Llevé bolsas llenas de dulces caseros, mermelada, una manta tejida a mano y regalos. Creí que se alegrarían. Soñé con pasar la Nochebuena juntos, quedarme una semana para ayudar en la casa, cocinar, limpiar… Soy su madre, y siempre estaré ahí cuando me necesiten.
Pero lo que pasó jamás lo olvidaré. Javier abrió la puerta y, desde el umbral, me dijo: “Mamá, podrías haber avisado… No tenemos sitio. Pronto llega Pilar, la madre de Ana. Ya habíamos acordado que ella nos ayudaría. Lo siento, pero no puedes quedarte”. Ni siquiera me invitó a pasar. Se quedó ahí, frío, como si fuera un extraño, como si yo fuera una vecina inoportuna.
Entré igual, insistí. Bebimos un café en la cocina. Javier fingía normalidad, preguntaba por mi vida, pero miraba el reloj cada cinco minutos. Lo entendí. No me esperaba. No me quería allí. Ni siquiera disimuló su incomodidad.
Después, me ayudó a llevar las bolsas a la parada del autobús y me subió al último que salía. En Nochebuena. La fiesta que siempre fue familiar. Esa noche lloré como no lo había hecho ni cuando enterré a mi marido. Porque sentí que me borraban de su vida. Ya no necesitan a su madre. Ni mi ayuda. Sobro.
Ha pasado una semana. Ni una llamada. Ni un mensaje. Ni una disculpa. Como si nada hubiera pasado. Como si yo no existiera. Después de dedicar mi vida entera a él. Trabajé en dos empleos para que estudiara, viví con lo justo para que él tuviera más. Y ahora no merezco ni un simple “gracias”, ni quedarme en Navidad.
No sé qué hice para merecer esto. ¿En estos tiempos ya no vale el amor de una madre? ¿Acaso una mujer que lo dio todo por su hijo debe volver a casa sola, con el corazón destrozado y sintiéndose un estorbo?…