Llegó tarde al tren y volvió a casa sin avisar, sin poder contener las lágrimas. Al perderlo, Lucía decidió regresar sin llamar. Al cruzar la puerta, el llanto la desbordó. El frío viento de octubre le azotaba la cara con gotas afiladas de lluvia. Miró cómo el tren se alejaba, y un nudo de frustración le apretó el pecho. Había llegado tarde. Por primera vez en quince años de viajes regulares a casa, lo había perdido. “Como en una pesadilla”, pensó, arreglándose sin pensar un mechón rebelde. El andén estaba vacío y desolado, solo las farolas amarillas se reflejaban en los charcos, creando caminos de luz extraños.
El siguiente tren sale mañana por la mañana dijo la taquillera con indiferencia, sin mirarla. ¿Quiere probar con el autobús?
“¿Autobús? Lucía frunció el ceño. ¿Tres horas sacudiéndome por carreteras llenas de baches? No, gracias.”
Su móvil vibró en el bolso: era su madre. Se detuvo un instante, mirando la pantalla, pero no contestó. ¿Para qué alarmarla? Mejor volver a casa en silencio, siempre llevaba las llaves. El taxi recorrió calles vacías, y la ciudad tras la ventana parecía falsa, como un decorado.
El conductor murmuró algo sobre el tráfico, pero Lucía no escuchaba. Dentro de ella crecía una sensación extraña: ni angustia ni alegría.
La casa antigua la recibió con las ventanas oscuras. Al subir las escaleras, respiró los olores de siempre: patatas fritas del tercer piso, suavizante de ropa, el aroma a madera vieja. Pero hoy, en esa sinfonía familiar, había una nota discordante.
La llave giró con dificultad, como si la puerta se resistiera. El pasillo estaba a oscuras y en silencio: sus padres ya dormían. Al entrar en su habitación, intentó no hacer ruido. Encendió la lámpara del escritorio y miró alrededor. Todo igual: estanterías llenas de libros, el viejo escritorio, el osito de peluche en la cama, una reliquia de su infancia que su madre nunca quiso tirar. Pero algo no encajaba. Algo había cambiado, aunque no sabía qué.
¿Era el silencio? No el habitual de la noche, sino otro, denso, pegajoso, como un preludio a la tormenta. La casa parecía contener la respiración, esperando algo. Lucía sacó el portátil del bolso: el trabajo no esperaba. Pero al buscar el enchufe, rozó sin querer una cajita. Cayó de la estantería, esparciendo su contenido por el suelo.
Cartas. Docenas de sobres amarillentos con sellos descoloridos. Y una foto antigua, con las esquinas dobladas. Una madre joven, casi una chiquilla, riendo, apoyada en el hombro de un hombre desconocido. La primera lágrima cayó sobre la imagen antes de que Lucía se diera cuenta de que estaba llorando.
Con manos temblorosas, abrió la primera carta. La letra, expresiva y firme, le resultaba totalmente ajena.
“Querida Marta: Sé que no debería escribirte, pero no puedo callarme más. Cada día pienso en ti, en nuestra… Perdón, ni siquiera me atrevo a escribirlo: en nuestra hija. ¿Cómo está? ¿Se parece a ti? ¿Alguna vez me perdonarás por irme?” El corazón le latía con fuerza. Cogió otra carta, luego otra. Fechas: 1988, 1990, 1993… Toda su infancia, toda su vida, escrita en esas líneas por una letra desconocida.
“…la vi desde lejos, frente al colegio. Tan seria, con una mochila más grande que ella. No me atreví a acercarme…”
“…quince años. Me imagino lo hermosa que estarás. Marta, ¿quizá ha llegado el momento?”
Un nudo se le formó en la garganta. Encendió la lámpara, y la luz amarilla iluminó una vieja fotografía. Ahora estudiaba con avidez el rostro de aquel desconocido: frente alta, ojos inteligentes, una sonrisa algo irónica… ¡Dios mío, tenía su nariz! Y esa inclinación de cabeza tan característica…
¿Lucía? la voz baja de su madre la sobresaltó. ¿Por qué no me avisaste de que…
Marta se quedó paralizada en la puerta al ver las cartas esparcidas. El color se le borró del rostro.
Mamá, ¿qué es esto? Lucía levantó la foto. No me digas que solo era un amigo. Lo veo… lo siento.
Su madre se sentó lentamente al borde de la cama. A la luz de la lámpara, se le notaban las manos temblorosas.
Andrés… Andrés Moreno Vallejo su voz sonaba apagada, como si viniera de otro cuarto. Creí que nunca… que esta historia quedaría en el pasado.
¿Historia? Lucía casi gritó en un susurro. ¡Mamá, es toda mi vida! ¿Por qué callaste? ¿Por qué él… por qué todos…?
¡Porque era lo que tocaba! el dolor estalló en la voz de su madre. No lo entenderías. Todo era diferente entonces. Sus padres, los míos… Simplemente no nos dejaron estar juntos.
Un silencio denso cubrió la habitación. En la distancia, sonó un tren, el mismo al que Lucía había llegado tarde. ¿Casualidad? ¿O el destino había decidido que era hora de que la verdad saliera a la luz?
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