Llegó para quedarse

Él vino para quedarse

Álvaro Serrano caminaba hacia una visita que no realizaba desde hacía mucho tiempo. Se dirigía a casa de una mujer que ocupaba cada vez más sus pensamientos. Y él mismo se había jurado tiempo atrás: no más familias. Ni amor, ni matrimonios, ni dolor.

Tras el divorcio, su vida se había ido cuesta abajo. Ella se llevó a su hijo de tres años y se mudó a otra ciudad. Álvaro intentó luchar. No creyó los rumores sobre sus infidelidades. Hasta que ella misma se lo confirmó, mirándole a los ojos: «Me voy con otro. Amor, sentimientos que jamás experimenté contigo…».

Álvaro no le pidió que se quedara. Pero no concebía la vida sin su hijo. Él mismo lo había criado desde el nacimiento: desvelos nocturnos, biberones, pañales, enseñándole a caminar. Eran uno solo. Ahora lo habían borrado de un plumazo. El niño fue trasladado a mil kilómetros. Y cuando Álvaro, desesperado, fue a verlo, el pequeño, ignorando los regalos, se subió a sus rodillas, apretó su mano y guardó silencio. Al marcharse, el niño se abrigó y se plantó en la puerta:

—Quiero ir con papá. Me voy con papá.

Lo detuvieron. A Álvaro lo echaron. Y desde el rellano, la vocecilla persistió: «¡Quiero ir con papá!».

Fin. Prohibido verlo. Solo llamadas ocasionales, transferencias y paquetes. Para su hijo, se convirtió en un fantasma. Alguien que existe, pero como si no estuviera…

Álvaro se encerró en sí mismo. Hubo mujeres, pero si surgía algo serio, desaparecía. Tenía miedo. No por él. Por aquel niño que le arrebataron.

Hasta que vio a Lucía. En una presentación. Vestido negro discreto, cabello cobrizo, mirada serena. Como si despertara. Averiguó todo sobre ella: soltera, un hijo de tres años, vivía con su madre, nada de hombres. Bella, inteligente, con principios.

Buscó excusas para verse. «Casualmente» aparecía cerca de su oficina, del supermercado. Lucía no lo rechazaba, pero mantenía distancia. La relación avanzaba lenta. Hasta que lo invitó a su casa. A conocer a su hijo y a su madre. Era una señal.

Álvaro se preparó con esmero: abrigo, bufanda, colonia, un regalo—un gran juego de construcción. ¿Lo aceptaría el niño? ¿Conectarían?

Llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó una vocecilla.

—Álvaro Serrano —respondió.

La puerta se abrió. En el umbral, un niño serio con camisa blanca y pajarita.

—Hola. ¡Pase! Mamá vuelve pronto del mercado. Me pidió que lo recibiera. Solo… en silencio, por favor, la abuela duerme. Le duele la cabeza. ¡Pase! Pero… quítesele los pantalones.

—¿Perdón? —se sorprendió Álvaro.

—¡Viene de la calle! Mamá dice que los pantalones traen microbios. Luego nos enfermamos todos. Hay que quitárselos en el pasillo. Aquí hace calor, no pasará frío.

El niño hablaba con total seriedad, repitiendo palabras de adultos. Álvaro vaciló.

—¿Podría no quitármelos? Son nuevos, limpios. No he jugado en charcos. Si quieres, los cepillo. Me llamo Álvaro, ¿y tú?

—Javier. Por mi abuelo. Mucho gusto. Bueno, pase con pantalones, pero mamá se enfadará. Aquí están las zapatillas. ¡Póngaselas!

—Por supuesto. El suelo es sagrado.

—Mamá las compró para usted. A mí no me dejan andar con zapatos. Solo si es urgente, pegadito a la pared y saltando la alfombra. En casa está limpio no porque limpien, sino porque no ensuciamos. Eso dice la abuela.

Álvaro sonrió. El niño era listo, divertido y quería impresionar. Lo miró con inocencia, y Álvaro sintió un caluroso pellizco en el pecho.

—Te traje un regalo. Un juego de construir. ¿Te gusta montar cosas?

—Sí, pero no me sale muy bien. Mamá dice que aprenderé. Pronto cumplo cuatro.

—Entonces lo haremos juntos. ¿Lo lograremos?

—¿No vienes solo de visita? ¿Vienes… para quedarte?

Álvaro se agachó, mirándolo a los ojos.

—Quiero quedarme. ¿Me aceptas?

—Claro.

—Entonces sin duda me casaré con tu madre.

—¡Piénsatelo bien! Te hará quitarte los pantalones en el pasillo. ¡Es muy mandona!

—Negociaremos. A lo mejor hasta consigo que te dejen andar con zapatos.

Se rieron. Una mano grande envolvió una pequeña. La confianza brotó al instante.

Cuando Lucía regresó, no entró de inmediato. Escuchó la voz de su hijo:

—¡Aquí atornillamos la tuerca, y el coche está listo!

Lucía sonrió. En el marco de la puerta, su madre observaba la escena.

—Bueno, hija… —susurró—. Es un buen hombre. Se nota. Pocos conquistan así a un niño desde el primer minuto. Llámalos a la mesa. Que te vaya bien. Es hora de volver a vivir. La viudez temprana terminó. Todo lo pasado, que se quede atrás. Adelante, mi niña. Solo queda luz por delante.

Lucía asintió, enjugándose las lágrimas. Algo cálido se encendía en el horizonte. La vida seguía. Y comenzaba una nueva—con quienes vinieron para quedarse.

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Llegó para quedarse