Llegó el hijo al padre: – Presento la demanda de divorcio. ¡Ya estoy harto! Mi madre tiene razón: mi esposa es una floja. ¿Cuántas veces más tendré que arreglármelas yo solo?

Querido diario,

Hoy mi hijo, Carlos, entró en la cocina de nuestra casa en el barrio de Salamanca y, sin más rodeos, me soltó: Papá, quiero divorciarme. Ya no soporto a mi mujer, Ana, es demasiado perezosa. ¿Cuánto tengo que seguir cargando solo?. Yo, con la voz cansada de los años, le respondí: Perdóname, hijo.

¿Perdonarme por qué? me preguntó, desconcertado.

Le dije que no había sido siempre justo con su madre, que mi culpa había dejado una sombra de duda en su corazón. Le pregunté si aquello significaba que quería separarse, y le rogué que no lo pensara jamás. Le expliqué que no debía soportar a su esposa, sino reconocer que su actitud hacia ella era la que lo agotaba. Si cambiaba él, cambiaría todo a su alrededor.

Le indiqué que mirara a su mujer como la enseñó el Señor. Ella es un regalo de Dios, tu alegría, tu compañera, la madre de tus hijos. Es como aquel delicado jarrón que el Altísimo te ha entregado para que lo cuides con ternura y cautela. Todo lo demás son detalles. Le recordé que si hoy ella no sabe algo, podrá aprender; si le falta tiempo, él puede suplir su debilidad con su fuerza y amor. Le aconsejé que, al terminar la tarde, le cuente lo que ignora mientras comparten una taza de té y la abrazan por los hombros. Vuestro camino es sólo vuestro, vuestro amor sólo vuestro. Quien intente sembrar odio en vuestro hogar es enemigo, aunque sea tu madre, tu hermano o tu mejor amigo. No los juzgues, perdónalos y hazles entender que por tu esposa y tu amor morirías sin pensarlo dos veces, pero nunca permitirías que nadie toque a tu familia con una palabra mala.

Me preguntó si mi esposa, Dolores, y yo también habíamos pensado en divorciarnos. Le confesé que, sin auxiliares, también tuvimos fuertes discusiones, a veces por orgullo. Le aseguré que nuestra vida es distinta, que nadie nos persigue fuera de la voluntad de Dios. Le insté a pedir sabiduría al Señor, a ceder el uno al otro, a compadecerse y a alegrarse mutuamente. Le dije que el amor crece, que su magnitud y valor sólo se perciben en la vejez, cuando, al anochecer, abraces a tu mujer por los hombros y no necesitéis palabras.

Al terminar, Carlos quedó en silencio. Por primera vez en mucho tiempo, miró a su esposa no como un problema, sino como a una persona cansada, con debilidades, que también anhela calor y apoyo. Sentía vergüenza por haber visto sólo sus defectos y no los ojos que antes brillaban de alegría a su lado.

Esa noche, al volver a casa, no dije reproches. Simplemente me acerqué, la abracé y, con voz temblorosa, dije: Perdóname, no había visto en ti el mayor regalo de mi vida. Ella se mostró desconcertada, pero en sus ojos se asomó una chispa, la misma que una vez unió nuestros corazones. No hizo falta mucho discurso; el silencio, el tacto y la certeza de que seguíamos juntos fueron suficientes.

He aprendido que el amor verdadero no desaparece; a veces se tapa bajo capas de reproches y preocupaciones cotidianas. Pero si lo regamos con atención, paciencia y ternura, despierta más fuerte que al principio.

Con la esperanza de ser mejor,
Julián Martínez.

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MagistrUm
Llegó el hijo al padre: – Presento la demanda de divorcio. ¡Ya estoy harto! Mi madre tiene razón: mi esposa es una floja. ¿Cuántas veces más tendré que arreglármelas yo solo?