**Diario de Gloria**
Siempre he sido una persona creativa, con imaginación y originalidad. Todo lo que hago sale bonito y lleno de vida. Además, tengo un corazón bondadoso, tranquilo y modesto, pero lo más importante es que siempre intento ser útil. Trabajo en una escuela rural, enseñando a los más pequeños.
Los niños, los padres e incluso mis compañeros me quieren. Si algún profesor se pone enfermo, yo siempre cubro su turno, aunque sea en la segunda jornada.
—Señorita Gloria, no entiendo este problema —me decía mi alumno Paco.
—¿Pero has intentado resolverlo tú solo? —le preguntaba, sabiendo que prefería copiar antes que pensar. Cuando no le dejaban copiar, venía a mí.
Con paciencia, le explicaba hasta que lo entendía. Y cuando al fin lo lograba, su cara se iluminaba:
—¡Anda, pues era fácil!
Crecí en un orfanato y luego estudié en la escuela de magisterio. Me dejaron en la puerta del hogar cuando era un bebé, y la enfermera me puso el nombre Gloria, porque le gustaba. El apellido lo inventaron así, sin más. Como todos en el orfanato, aprendí a aguantar y callar las injusticias. ¿A quién iba a quejarme?
No conocí el cariño de unos padres, pero soñaba con tener mi propia familia, con hijos. Sabía que amaría a los míos con todo lo que me faltó. Soñaba con encontrar a un hombre con quien compartir la vida.
Pero el destino quiso que me casara con Gregorio, un camionero del pueblo. Se fijó en mí, la joven maestra, y yo solo quería un hogar, aunque fuera un pedacito de felicidad. Un día me paró y me dijo:
—Gloria, llevo tiempo mirándote, eres una mujer formal. Cásate conmigo. No sé hacer galanterías, ni regalar flores, soy así de directo. Es verdad que soy mayor que tú, pero tengo una casa grande. Mis padres murieron jóvenes, y vivo solo. Quiero una mujer que lleve el hogar.
Claro que yo, como todas, soñaba con romance, con que mi amor se arrodillara y me pidiera matrimonio con un anillo. Pero él solo dijo: «Ven y quédate».
—Bueno, Gregorio, acepto —respondí. Y así, con una boda sencilla, me mudé a su casa.
Antes de la boda, algunos me advirtieron:
—Gloria, piénsalo bien. Gregorio no es para ti. Tú eres delicada, artística, y él es un hombre rudo. Sois muy distintos.
Gregorio siempre había sido hosco, aunque trabajador y bien visto por sus jefes. Pero era reservado, nada sociable. Le gusté porque era callada, de pelo largo recogido en trenza, ojos verdes y modales sencillos. Así quería a su esposa.
Desde el principio, demostré ser una buena ama de casa. Todo relucía, cocinaba bien y el patio estaba impecable. Aunque Gregorio notaba que era un poco rara: a veces recitaba poemas en voz alta, cantaba mientras limpiaba, y disfrutaba tejiendo pequeños regalos para los vecinos.
—¿Por qué no tenemos hijos? —pensaba yo—. Ya llevamos tiempo… Debería haber un heredero, como es normal.
Gregorio también lo deseaba. Veía cómo me entristecía, cómo la sonrisa se borraba de mi cara.
—Gloria estará triste por no quedarse embarazada —pensaba él cuando me oía susurrar oraciones frente a los santos.
Él no era creyente, pero no me impedía rezar.
—Que ponga santos, que rece. A mí no me molesta.
Como esposa, yo le complacía. Callada, sumisa, respetada en el pueblo por ser maestra. Aunque un día llegó a casa y encontró una cabra en el patio. Luego traje gallinas sin consultarle.
—Bueno —pensó él—, es para la casa. Todos tienen animales.
Pero cuando vio un cachorro en el patio, no pudo contenerse:
—Gloria, ¿qué hace este perro aquí? No necesitamos crías.
—Gregorio, es solo un cachorro. Se quedó en la puerta. No nos arruinará un plato de sopa más. Además, todos tienen un perro guardián.
Al final cedió. Hasta le construyó una caseta. Le pusimos Julita, negra y esponjosa. Con el tiempo, Gregorio también se encariñó, la acariciaba y la alimentaba.
Hasta que un día, el perro del vecino entró en nuestro patio. Gregorio lo vio salir corriendo cuando volvía del trabajo.
—Julita, has tenido visita. Ahora vendrán cachorros, y no los queremos.
Notamos que Julita esperaba crías. Gregorio se volvió huraño, y yo sentía inquietud. Un día, la vecina Raquel me detuvo:
—Gloria, perdona, pero ¿cómo aguantas a ese Gregorio?
—¿Qué pasa, tía Raquel?
—¿No te lo ha dicho? —viendo mi sorpresa, continuó—: Lo vi arrastrando a Julita con una cuerda. Le pregunté adónde iba, y me dijo que no era asunto mío. Me escondí y vi cómo se la entregaba a un hombre.
Me faltó el aire. Corrí a casa. Raquel me gritó:
—Gloria, quizá no tengáis hijos porque Gregorio es un monstruo.
Esa noche, Gregorio llegó.
—Gregorio, ¿dónde está Julita?
Jamás lo había visto tan furioso.
—¿Qué te importa? ¿Has olvidado tu lugar? El perro se perdió. No lo necesitamos.
Me encerré en la habitación y lloré.
—¿Con qué clase de hombre estoy casada?
Gregorio no se sentía culpable, pero mi silencio lo inquietó. Pasaron días sin hablarnos. Hasta que una noche, no pudo dormir. Le atormentaba la mirada triste de Julita.
Al fin, se acercó a mí:
—Las mujeres sois rencorosas.
Nos reconciliamos. El tiempo pasó.
—Gregorio, vamos a tener un bebé —le dije un día.
—¡Qué bien, Gloria! Será un varón, lo sé —sonrió—. Tendremos un heredero.
Pero el embarazo no salió bien. Perdí al bebé. El médico dijo que habría más oportunidades, pero me sumí en la tristeza. Hasta que, meses después, volví a quedarme embarazada.
—Todo va bien —dijo el médico—, pero cuídate.
Gregorio se volcó en mí, vigilando mi alimentación y vitaminas. Pero otra vez, todo se truncó.
Nos destrozó. Gregorio apenas dormía, escuchándome llorar en la oscuridad. Y algo cambió en él. Empezó a recordar a Julita. ¿Dónde estaría ahora?
Un día, sin decirme nada, fue a un refugio de perros. Llevó comida y donaciones. Vio decenas de miradas esperanzadas, y algo le remordió.
Regresó varias veces. Hasta que se detuvo ante una perra rojiza con un cachorro negro y una mancha blanca en la oreja.
Esa tarde, llegó a casa misterioso.
—¿Qué tramas, Gregorio? —pregunté, desconfiada.
—Mira —abrió la puerta del coche, y un cachorro saltó—. Este es Bim.
—¡Qué preciosidad! —lo abracé—. ¿Bim?
—Sí, si no te importa…
—¡Claro que no! —repetí, feliz.
Así llegó Bim a nuestra vida. Creció rápido, y Gregorio también le tomó cariño.
Hasta que un día, anuncié:
—Gregorio, mañana vamos al médico. Creo que tendremos un bebé.
Un año después, un perro negro con una mancha blanca en la oreja vigilaba el patio, junto a un cochecito. Había nacido nuestro hijo. Gregorio empujaba la cuna,