Llego con comida casera a las siete de la mañana y mi hijo me cierra la puerta. ¡Todo es por su esposa!

A las siete de la mañana llegué a casa de mi hijo con comida casera, y él me cerró la puerta en la cara. Estoy segura de que todo es culpa de su esposa.

Nuestra vida con mi marido siempre giró en torno a una sola persona: nuestro hijo. Tuvimos a Pablo tarde, y desde el primer día nos juramos que él nunca sentiría lo que yo sentí de niña. Crecí sin padre, y mi madre era fría y distante. Nunca conocí el cariño maternal, así que prometí que mi hijo nunca sentiría el dolor que yo viví.

Pablo se convirtió en nuestro motivo de vivir. Trabajamos sin vacaciones, sin descanso, sin pensar en nosotros. Todo por él. Cuando estaba en el instituto, pedimos una hipoteca para comprarle un piso en el edificio de al lado. Fue duro, diez años de pagos. Pero lo logramos. Y cuando se casó, ya tenía su propio hogar.

Nunca olvidaré el banquete de su boda, cuando le entregué las llaves del piso con solemnidad. Su novia, Lucía, y su madre casi se echaron a llorar. Mi consuegra no paraba de decir que «haría cualquier cosa por su niña», pero al final ni dote ni ayuda, todo vino de nuestra parte.

Seguimos apoyándoles en lo que pudimos. ¿Quién, si no sus padres, iba a ayudar a los recién casados? Yo cocinaba para ellos, limpiaba, les llevaba la compra, incluso les ayudaba con los gastos de la casa. Lucía me llamaba para preguntar dónde estaba tal o cual utensilio de cocina, porque ella ni lo compró ni lo guardó. Lo hice todo con cariño, sin esperar nada a cambio. Solo un simple «gracias».

Pero la gratitud, al parecer, se quedó en otra vida. En su lugar, recibí irritación, desprecio y frialdad. Y ayer entendí que ya no soy bienvenida en esa casa.

El día empezó como siempre. Entro a trabajar a las ocho, así que a las siete ya estaba en la puerta de mi hijo. Les llevé un guiso recién hecho, caliente y aromático. También unas cortinas nuevas que harían juego con la vajilla y los manteles que les regalé la semana pasada. Quería darles una sorpresa. Abrí el bolso, saqué la llave… pero no funcionó. Habían cambiado la cerradura. Sin avisarme.

Me quedé paralizada. Me sentí como una extraña. Llamé a la puerta. La abrió Pablo. Le sonreí, le alcancé el táper y empecé a explicarle lo bien que quedaban las cortinas… pero él no me escuchaba. Se quedó ahí, con los brazos cruzados, la mirada helada.

—Mamá —dijo secamente—, ¿en serio? Son las siete de la mañana. ¿Vienes a nuestra casa a estas horas y encima esperas que te dé las gracias? Esto no es normal. Si vuelve a pasar, nos mudamos. Y no te diremos adónde.

Me cerró la puerta delante de mis narices. Ni la comida ni las cortinas. Me quedé plantada, aturdida. Tuve que despertar a la vecina y pedirle que les dijera que dejé la comida en su casa.

Fui al trabajo con un nudo en la garganta. Temblaba. ¿Cómo puede ser? Gasté mi juventud por mi hijo. No viví para mí. Ayudé en lo que pude. Me metí en su vida porque pensé que era amor. Que me necesitaban como antes. Pero resulta que solo soy un estorbo. Que ya no me quieren ahí.

Ahora se dice mucho que los padres no deben nada a sus hijos. Pero nosotros no somos así. Hicimos todo. Y más. Y ahora solo recibo un «mamá, no te metas». Ni siquiera un gracias. Solo una amenaza: «Nos iremos».

Y Pablo nunca fue así. Es ella, Lucía. Ella cambió la cerradura. Ella le convenció de que su madre es un problema. Que el cariño y la ayuda son control e intromisión. ¿Es eso justo?

A veces pienso: ¿habré hecho algo mal? ¿Debería haberme alejado? Pero, ¿cómo no ayudar? ¿Cómo dar la espalda cuando sabes que puedes hacerles la vida más fácil? ¿No es para eso lo que son los padres?

Ahora me pregunto: ¿cómo sigo? Mi hijo, ese Pablo por el que viví, se ha apartado de mí. Y todo por una mujer que decidió que yo estorbo.

Y lo peor es que ni siquiera se da cuenta de lo mucho que me ha dolido.

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Llego con comida casera a las siete de la mañana y mi hijo me cierra la puerta. ¡Todo es por su esposa!