Llegó antes que nadie

Doña Valentina se levantó a las cinco de la mañana, como siempre. Cuarenta años trabajando en la fábrica habían dejado esa costumbre grabada a fuego, aunque llevaba tres jubilada. Con cuidado de no despertar a Miguel, pasó a la cocina y puso la tetera. Aún estaba oscuro, pero sabía que pronto amanecería.

Hoy era un día especial. Era el primero de septiembre, y su nieta Lolita empezaba el colegio. Doña Valentina estaba más nerviosa que la propia niña. Toda la semana revisó el uniforme, la mochila, contó los cuadernos. Miguel solo movía la cabeza y decía que se estaba volviendo loca.

—¿Por qué tanto alboroto? —refunfuñaba él—. Nuestro hijo Javier fue al cole solo y salió bien.

—Quiero ser la primera —respondía ella—. La primera en esperarla a la salida, la primera en felicitarla.

Miguel no entendía ese empeño. Le parecía que las abuelas solo estorbaban en esas cosas. Pero Doña Valentina pensaba distinto. Recordaba cuando, treinta años atrás, llevó a Javier a primero. Ella trabajaba en turnos dobles y casi no estaba en casa. Fue su madre, la abuela de Javier, quien lo acompañó aquel día. Doña Valentina lloró de pena junto a la puerta de la fábrica.

—No llores —le dijo entonces su vecina Remedios—. Cuando tu hijo crezca y tenga nietos, lo compensarás.

Y ahora lo estaba haciendo.

El té quedó fragante y oscuro. Lo sirvió en su taza favorita, la de las rosas, y se sentó a la mesa. En el alféizar había tres ramos: uno comprado en el mercado, otro cortado del jardín y el tercero traído anoche por Miguel, quien, aunque dijo que era una tontería, igual lo hizo.

—Tres ramos son demasiados —comentó ella.

—¿Y si la maestra no viene sola? —se encogió él—. Nunca se sabe.

A las siete, ya estaba duchada. Se puso su mejor vestido, el azul con lunares blancos, guardado para ocasiones especiales. Se peinó, se pintó los labios. En el espejo vio a una mujer elegante con ojos brillantes de emoción.

—¿Vas a una cita? —bromeó Miguel al despertar.

—Quiero estar guapa para mi nieta —contestó ella.

—Ya lo estás —murmuró él, hundiendo la cara en la almohada.

A las siete y media llamó Javier.

—Mamá, ya salimos. Lolita está nerviosa, no durmió bien.

—Yo tampoco —confesó Doña Valentina—. Voy al cole, la esperaré.

—Pero la ceremonia empieza a las nueve.

—Lo sé. Pero quiero ser la primera.

Javier suspiró. Estaba acostumbrado a los caprichos de su madre. Desde que nació Lolita, Doña Valentina parecía veinte años más joven. La llevaba al parque, le compraba juguetes, la mimaba sin medida.

—Vale, mamá. Pero no te enfriés, hace fresco.

Tomó los ramos, metió unos caramelos en el bolso y salió. El colegio estaba a quince minutos, pero no tenía prisa. Quería saborear la mañana, la espera.

Junto a la puerta ya había una mujer con flores. Doña Valentina se decepcionó: no sería la primera. Al acercarse, reconoció a Ana María, la vecina del tercero.

—¿También vienes por la niña? —preguntó.

—Mi nieto empieza hoy —asintió Ana María—. ¿Y tú?

—Mi Lolita.

Quedaron charlando de niños, del cole, de lo rápido que pasan los años. Ana María había sido enfermera y acababa de jubilarse.

—Siempre soñé con esto —confesó—. Mi hija se casó tarde. Creí que no llegaría a ver nietos.

—Yo al revés —dijo Doña Valentina—. No pude llevar a mi hijo al cole, trabajaba demasiado. Ahora lo compenso.

Poco a poco llegaron más abuelos: nerviosos, elegantes, con ramos. A Doña Valentina le conmovía pensar que cada uno tenía su historia.

Llegó Teresa, cuya hija había fallecido en un accidente. Su nieta Martita era tímida y temía que los demás se rieran de su vestido.

—No se reirán —la tranquilizó Ana María—. Lo importante es que ella se sienta segura.

Después vino un abuelo con gladiolos. Era Víctor, cuyo nieto era adoptado.

—Alberto es listo —decía orgulloso—. Ya lee y suma, pero le cuesta hablar con otros niños.

—En el cole cambiará —aseguró Doña Valentina.

A las ocho y media aparecieron los padres con los pequeños. Doña Valentina vio a Javier, a su nuera Luisa y a Lolita, impecable con su uniforme y mochila nueva.

—¡Abuela! —gritó la niña, corriendo hacia ella.

—¡Mi reina! ¿Nervios?

—Un poco. ¿Por qué viniste tan temprano?

—Para ser la primera en verte —respondió, abrazándola fuerte.

Javier le agradeció su presencia. Luisa también, aunque a veces le molestaba que la suegra mimara tanto a Lolita. Pero hoy no dijo nada.

En el patio, la ceremonia empezó. La maestra, recién graduada, parecía tan nerviosa como los niños. Doña Valentina no apartaba la mirada de Lolita, quien, de vez en cuando, buscaba su sonrisa entre la multitud.

Al final, los niños entraron al colegio. Javier intentó convencerla de irse, pero ella se quedó junto a otras abuelas.

—Parece que nosotras también empezamos hoy —bromeó Teresa.

—Mis manos aún tiemblan —admitió Ana María.

Víctor fumaba junto a la verja.

—¿Y si a Alberto le cuesta?

—Todo irá bien —dijo Doña Valentina—. Los niños se adaptan rápido.

Al salir Javier, confirmó que Lolita estaba feliz. Se había sentado con Martita y la maestra la elogió. Pero Doña Valentina no se fue. Quería esperar hasta la salida.

A mediodía, los niños corrieron hacia sus familias. Lolita, radiante, contó todo: las clases, los nuevos amigos, lo amable que era la señorita Elena.

—Abuela, ¿vendrás mañana?

—Si tú quieres.

—¡Sí! Contigo me siento valiente.

En casa, celebraron con un pastel que Miguel había comprado. Lolita repetía sus aventuras, orgullosa de que su abuela hubiera sido la primera en esperarla.

Esa noche, mientras tomaban chocolate caliente, Miguel sonrió.

—¿ContentDoña Valentina sonrió, sabiendo que cada día que esperara a su nieta bajo el sol o la lluvia sería un regalo que el destino le devolvía por todo el tiempo perdido.

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