«Con su llegada lo arruinaron todo»: cómo mis suegros destrozaron mi cumpleaños
Cumplí 35 años. A esa edad, uno piensa que ya pocas cosas pueden sorprenderte o amargarte de verdad. Pero ese día, mi celebración, que había planeado con tanto cariño e ilusión, se convirtió en una decepción. Y todo por culpa de quienes debían estar ahí para apoyarme: mis suegros.
Vivimos con mi marido en una casa en las afueras de Madrid. Un jardín amplio, árboles, aire fresco… el lugar perfecto para una fiesta de verano. Decidí no celebrar mi cumpleaños en un restaurante, sino organizar una reunión íntima en casa. Invité a familiares, amigas cercanas y algunos compañeros de trabajo. En total, unas 25 personas. Me preparé durante días: planeé el menú, compré los ingredientes, organicé cada detalle. Quería que todo fuera no solo rico, sino especial, con estilo.
Mi amiga Lucía vino un día antes para ayudarme con la comida. Juntas marinamos la carne, horneamos tartaletas, decoramos la casa e incluso preparamos un pastel. Me atreví por primera vez a asar un lechón al horno. El aroma era increíble, y me sentía orgullosa. Todo iba perfectamente… hasta que llegaron ellos.
Mis suegros, Carmen y Antonio, viven en Toledo, a apenas una hora de distancia. Habíamos acordado que llegarían un poco antes, no para ayudar, sino para descansar del viaje. Mi marido y yo salimos a comprar vino, cava y refrescos. Estuvimos fuera apenas hora y media. Al regresar, me quedé helada.
La cocina era un desastre. Mis suegros ya se habían instalado: Antonio descorchaba una botella de coñac, y Carmen, con una sonrisa de satisfacción, estaba terminando la lubina rellena. Sí, esa misma que había decorado con perejil, limón y granadas. ¿El lechón? Le faltaba una costilla —«solo para probar»—. ¿Las ensaladas? Casi todas habían sido «catadas». Y mi pastel, decorado con frutos rojos, ya estaba cortado… sin preguntar, sin avisar.
—Carmen, ¿por qué habéis…? —empecé con cuidado.
—¿Qué pasa? —me interrumpió, indignada—. No nos lo hemos comido todo. ¡Hemos dejado para los invitados! Llegamos con hambre, y aquí sobra comida.
Me quedé sin palabras. No por la comida, no por el lechón, sino por todas las horas, el esfuerzo y el cariño que había puesto en ese día. La presentación, destruida. No porque los invitados disfrutaran, sino porque a algunos les importó un bledo. Podrían haber esperado. Podrían haber calentado una sopa. Podrían, al menos, haber llamado.
Sentí cómo se me escapaba toda la ilusión. En lugar de servir el lechón entero, lo repartí en platos, como sobras. Las ensaladas acabaron en cuencos, como en un comedor escolar. Ni intenté recomponer el pastel; lo llevé troceado, contando las porciones.
Los invitados no notaron nada. Reían, brindaban, me felicitaban. Yo sonreía por pura obligación. No podía decir en voz alta que mi fiesta estaba arruinada, que por dentro sentía rabia y frustración. Me limité a sentarme junto a mi marido, que solo encogió los hombros: «No se le puede discutir a mi madre…».
Ellos jamás entendieron lo que hicieron. Se marcharon pronto, convencidos de que «había sido un buen día». A mí me quedó un vacío. Y una certeza: el próximo cumpleaños lo celebraré donde ellos no estén. En un restaurante, en un salón de eventos, hasta en la otra punta de España. Pero no junto a quienes pisotean el esfuerzo de otros con excusas como: «Total, no nos lo comimos todo».
¿Tú podrías perdonar algo así? ¿O también pondrías punto y final tras semejante «regalo»?