**Diario personal:**
Anoche ocurrió algo que aún no logro entender. Desperté de repente, sobresaltada por un ruido que al principio no pude identificar. Era un leve crujir del suelo en el pasillo, como si alguien se moviera con cuidado por la casa. Me quedé quieta, escuchando, y el corazón me latía con fuerza. Mi marido, Javier Delgado, dormía profundamente a mi lado, sin inmutarse.
—Javier— susurré, dándole un suave empujón—. ¿Oyes eso?
—¿Mmm? ¿Qué pasa?— murmuró él, sin abrir los ojos.
—Hay alguien en la casa.
Javier entreabrió un ojo y miró el despertador.
—Carmen, son las tres de la madrugada. Has tenido una pesadilla.
—¡No ha sido una pesadilla! ¡Oigo pasos!
Resopló, pero esta vez se puso en silencio. Era cierto: en algún lugar de la casa había ruidos. Un crujido, un roce, un golpecito ligero.
—Seguramente es el gato— dijo para tranquilizarme—. Simba otra vez noctámbulo.
—¿Qué gato, Javier? Simba murió hace dos años, ¿no te acuerdas?
Javier se despertó del todo. Los sonidos eran más claros. Alguien se movía con seguridad, como si conociera bien la casa.
—¿Será Lucía?— pregunté—. Tiene llave.
—¿A esta hora? Estará durmiendo, mañana trabaja.
Nuestra hija vivía en otro barrio, pero a veces venía, sobre todo cuando discutía con su marido. Aunque nunca sin avisar.
Los ruidos se acercaban al dormitorio. Apreté la mano de Javier.
—¿Y si son… ladrones?
—Calla— susurró mientras se levantaba y buscaba las zapatillas—. Voy a mirar.
—¡No vayas! ¿Y si llevan cuchillos?
—Carmen, ¿qué ladrones? Tenemos portero las veinticuatro horas, el videoportero, las cerraduras con clave. Además, aquí no hay nada valioso que robar.
Se acercó a la puerta y apoyó el oído. Entonces lo oímos: una voz femenina tarareando una melodía. Una melodía que reconocí al instante.
—Ven— me llamó Javier en voz baja.
Me acerqué descalza y también escuché.
—Es… es la canción de cuna de mamá— susurré, y la voz me tembló—. La misma que me cantaba de niña.
Javier frunció el ceño. Mi madre había muerto hacía diez años, pero él recordaba bien aquella tonadilla sin letra que tarareaba mientras hacía las tareas de casa.
—No puede ser.
—Javier, ¿y si es… un fantasma?— le agarré del brazo—. ¿Y si es mamá?
—Carmen, no digas tonterías. Los fantasmas no existen.
Pero noté que a él también se le puso la piel de gallina. La melodía sonaba cada vez más clara, y ahora se unía otro sonido: el tintineo de cubiertos, como si alguien estuviera en la cocina.
—Igual que hacía mamá— susurré—. ¿Recuerdas cuando no podía dormir y se levantaba a hacer algo? Ponía el hervidor, preparaba té…
Javier lo recordaba. Isabel Martínez sufría insomnio, sobre todo en sus últimos años. Podía levantarse a las tres de la mañana a limpiar o cocinar, tarareando esa misma canción.
—Tengo miedo— confesé.
—Venga ya. Vamos a ver qué pasa.
Giró el pomo de la puerta y asomó la cabeza al pasillo. Silencio. Solo se veía una tenue luz en la cocina, como si alguien hubiera encendido la lámpara de la encimera.
Avanzamos despacio, cogidos de la mano. Al llegar a la cocina, Javier se detuvo y miró dentro.
Estaba vacía. Pero sobre la mesa había dos tazas, cucharillas y el azucarero. El hervidor silbaba suavemente en el fogón, echando vapor por el pitorro.
—No encendí el hervidor antes de acostarme— dije confundida—. Lo sé seguro.
—Yo tampoco.
Nos quedamos en la puerta, sin atrevernos a entrar. El hervidor hirvió y se apagó. Solo se oía nuestra respiración agitada.
—¿Será que hemos sonámbulado?— propuso Javier, inseguro.
—¿Los dos a la vez? No me hagas reír.
Entré a la cocina y toqué una taza. Estaba caliente. Como si alguien la hubiera usado hace poco.
—Mira— señalé hacia la ventana—. La geranio ha florecido.
En el alféizar había una maceta vieja con una geranio que llevaba más de un año mustia. Iba a tirarla, pero nunca encontraba el momento. Ahora lucía flores rosas, frescas y abundantes.
—A mamá le encantaban las geranios— dije en voz baja—. Decía que traían paz al hogar.
—Carmen, ¿y si vamos al médico mañana?— sugirió Javier—. Esto empieza a sonar a locura.
—¿Qué locura? Lo estás viendo: el hervidor, las tazas, las flores. No han aparecido solas.
Me senté y miré el té preparado, pensativa.
—Mamá siempre decía que volvería después de morir para vernos. ¿Te acuerdas cuando decía en broma: «Os visitaré de noche, a ver si estáis bien»?
—Sí, pero eran bromas, Carmen.
—¿Y si no lo eran?
Javier se sentó a mi lado y me cogió la mano.
—Aunque lo fuera, ¿por qué asustarnos? Era tu madre. Nos quería.
Asentí y me tranquilicé un poco.
—Sí. Siempre se preocupaba por nosotros.
Nos quedamos en silencio, mirando la mesa puesta. Poco a poco, el miedo dio paso a una calma extraña. Como si realmente hubiera vuelto alguien que nos amaba.
—¿Recuerdas cuando se enfadó porque discutimos por la casa del pueblo?— dije de pronto—. Nos regañó hasta que nos reconciliamos.
—Cómo olvidarlo. Tres días sin hablarnos hasta que nos abrazamos delante de ella.
—Y qué feliz se puso cuando Lucía anunció su boda. Hizo el vestido ella misma, hasta el último detalle.
—Era precioso.
Recordamos a mi madre, y cada recuerdo era cálido. Isabel era sabia, paciente, siempre dispuesta a ayudar. Desde su muerte, la casa había perdido algo importante.
—Javier, vamos a tomarnos este té— propuse—. Si alguien lo ha preparado…
—Vale.
Servimos el agua, añadimos azúcar. El té olía a menta, igual que el que hacía ella.
—Siempre le ponía menta— dije—. Decía que calmaba los nervios.
—Sí, es cierto.
Bebimos en silencio, cada uno en sus pensamientos. Empezaba a amanecer, y la cocina se volvía más acogedora.
—Creo que sí vino— dije al fin—. A vernos, a saber cómo estamos.
—Quizá— asintió Javier—. O quizá solo la echamos mucho de menos.
—Muchísimo.
Me acerqué a la ventana y toqué las flores.
—Qué bonita está. Como si alguien la hubiera cuidado.
—Carmen, ¿por qué no invitamos a Lucía mañana?— propuso Javier—. Hace tiempo que no viene.
—Sí. Y haré la sopa de mamá, la que tanto le gustaba.
—Y el pastel de manzana. El de siempre.
—Y veremos sus fotos juntas.
Planear el día nos animó. El miedo se esfumó, dejando solo recuerdos tiernos y una paz luminosa.
Cuando terminamos el té y los primeros rayos de sol entAl día siguiente, cuando Lucía llegó y vio la nota en la cocina escrita con la letra de su abuela, sus ojos se llenaron de lágrimas y murmuró: “Siempre supe que jamás nos dejaría solos”.