Llegaron mientras dormíamos
Valeria Martínez despertó con un ruido que no supo identificar al principio. Un leve crujir del parquet en el pasillo, como si alguien caminara con sigilo por la casa. Contuvo la respiración, el corazón le latía con fuerza. A su lado, su marido, Javier López, roncaba plácidamente sin inmutarse.
—Javi… —susurró, dándole un codazo—. Javi, ¿lo oyes?
—¿Mmm? ¿Qué pasa? —masculló él, sin abrir los ojos.
—Hay alguien en la casa.
Javier entreabrió un ojo, miró los números brillantes del despertador.
—Val, son las tres de la mañana. Lo habrás soñado.
—¡No lo he soñado! ¡Oigo pasos claramente!
Él suspiró, pero se quedó quieto, escuchando. Efectivamente, en algún rincón de la casa se oían ruidos apenas perceptibles: crujidos, susurros, un golpecito leve.
—Será el gato —dijo, intentando calmarla—. Michifuz otra vez correteando de noche.
—¿Qué gato, Javi? Michifuz murió hace tres años, ¿no te acuerdas?
Javier se despertó del todo. Los ruidos se hacían más claros. Alguien se movía por la casa con seguridad, como si conociera bien cada mueble.
—¿Será que ha venido Leticia? —preguntó Valeria—. Tiene llave.
—¿A estas horas? Estará durmiendo, mañana trabaja.
Su hija vivía en otro barrio, pero a veces aparecía por casa, sobre todo cuando discutía con su pareja. Aunque solía avisar antes.
Los ruidos se acercaban al dormitorio. Valeria apretó la mano de su marido.
—Javi, ¿y si son… ladrones?
—Calla —dijo él mientras se levantaba con cuidado y buscaba las zapatillas—. Voy a ver.
—¡No vayas! ¿Y si llevan un cuchillo?
—Val, ¿qué ladrones? Tenemos portero las veinticuatro horas, videoportero, cerraduras con código… Y aquí no hay nada que valga la pena robar.
Se acercó a la puerta y pegó el oído a la madera. Al otro lado, una voz femenina tarareaba una cancioncilla. Una melodía conocida.
—Val… —llamó en un susurro—. Ven aquí.
Ella se acercó descalza y también escuchó.
—Es… la nana de mamá —murmuró Valeria, con la voz temblorosa—. La que me cantaba de pequeña.
Javier frunció el ceño. Su suegra había muerto hacía diez años, pero recordaba bien esa tonada sin letra que ella solía tararear mientras cocinaba.
—No puede ser.
—Javi, ¿y si es un fantasma? —Valeria le agarró de la manga del pijama—. ¿Si ha venido mamá?
—Val, no digas tonterías. Los fantasmas no existen.
Pero a él también se le erizó la piel. La melodía sonaba cada vez más clara, y ahora se sumó otro ruido: el tintineo de cubiertos, como si alguien estuviera preparando algo en la cocina.
—Igual que mamá —susurró ella—. ¿Te acuerdas? Se levantaba de madrugada, ponía el hervidor, preparaba tazas…
Javier lo recordaba. Carmen Ruiz padecía insomnio, sobre todo en sus últimos años. Podía levantarse a las tres de la mañana a limpiar o cocinar, tarareando esa misma canción.
—Tengo miedo —confesó Valeria.
—Venga ya. Vamos a ver qué pasa.
Giró el pomo con decisión y asomó la cabeza al pasillo. Silencio. Solo se veía un tenue resplandor desde la cocina, como si la luz del extractor estuviera encendida.
Avanzaron despacio, cogidos de la mano. Al llegar a la cocina, Javier se detuvo y miró dentro.
La cocina estaba vacía. Sobre la mesa había dos tazas, cucharillas y un azucarero. El hervidor silbaba suavemente en la encimera, echando vapor por la boquilla.
—Pero si yo no lo encendí —murmuró Valeria, desconcertada—. Seguro que no.
—Yo tampoco.
Se quedaron en la puerta, sin atreverse a entrar. El hervidor hirvió y se apagó automáticamente. En el silencio, solo se oía su respiración agitada.
—¿Será que hemos sonámbulizado? —aventuró Javier—. ¿Nos levantamos dormidos y preparamos esto?
—¿Los dos a la vez? Javi, no me hagas reír.
Valeria entró con cuidado y tocó una taza. Estaba caliente. Alguien la había sostenido hace poco.
—Mira —señaló hacia el alféizar—. La geranio ha florecido.
En la ventana había una maceta vieja con una planta que no daba flores desde hacía más de un año. Valeria había pensado tirarla, pero nunca se decidió. Ahora lucía flores rosadas, frescas y abundantes.
—A mamá le encantaban los geranios —dijo ella en voz baja—. Decía que traían paz al hogar.
—Val, ¿y si vamos al médico? —propuso Javier con cautela—. Esto empieza a sonar a locura.
—¿Qué locura? Lo ves: el hervidor, las tazas, las flores. Esto no ha aparecido solo.
Se sentó en una silla y miró pensativa el té preparado por manos invisibles.
—Mamá siempre decía que volvería a vernos después de morir. ¿Te acuerdas? Bromeaba: «Os visitaré de noche, a ver si vivís bien».
—Claro que me acuerdo. Pero eran bromas, Val.
—¿Y si no lo eran?
Javier se sentó junto a ella y le tomó la mano.
—Aun si fuera así, ¿por qué asustarnos? Era tu madre. Nos quería.
Valeria asintió, un poco más tranquila.
—Sí, nos quería. Y siempre se preocupaba por nosotros, por si nos faltaba algo.
Se quedaron en silencio, contemplando la mesa puesta. El miedo se desvanecía, sustituido por una extraña calma. Como si el hogar estuviera lleno de un amor familiar.
—¿Te acuerdas de cuando se enfadó porque discutimos por la parcela? —dijo Valeria de pronto—. No nos habló hasta que nos reconciliamos.
—Cómo no. Y qué feliz se puso cuando Leticia dijo que se casaba. Le cosió el vestido ella misma, hasta el último detalle.
—Era precioso.
Recordaron a Carmen, y los recuerdos eran cálidos, dulces. Había sido una mujer sabia, paciente, siempre dispuesta a ayudar. Tras su muerte, algo se había apagado en la casa.
—Javi, vamos a tomar este té —propuso ella—. Si alguien lo ha preparado para nosotros…
—Vamos.
Sirvieron el agua caliente, añadieron azúcar. El té olía a menta, igual que el que hacía Carmen.
—Siempre le ponía menta —comentó Valeria—. Decía que calmaba los nervios.
—Sí, es verdad.
Bebieron en silencio, cada uno ensimismado. Empezaba a amanecer, y la cocina se llenaba de una luz acogedora.
—Creo que de verdad ha venido —dijo Valeria al fin—. A vernos, a comprobar que estamos bien.
—Puede ser —asintió él—. O quizá solo la echamos mucho de menos.
—Muchísimo.
Se acercó a la ventana y tocó los geranios en flor.
—Está preciosa. Como si alguien la hubiera cuidado.
—Oye, Val, ¿por qué no llamamos a Leticia mañana? —sugirió Javier—Sí, que venga —asintió Valeria con una sonrisa—, y así le contamos que su abuela sigue cuidando de nosotros.