Llegaron mientras dormíamos

Vinieron mientras dormíamos

Valeria Martínez se despertó por un sonido que no supo identificar al principio. Un crujido tenue en el suelo del pasillo, como si alguien caminara con cuidado por la casa. La mujer contuvo el aliento, sintiendo cómo el corazón le latía con fuerza. A su lado, su marido, Rafael Ortega, dormía profundamente sin inmutarse.

—Rafa— susurró, tocándole el hombro—. Rafa, ¿lo oyes?

—¿Mmm? ¿Qué pasa?— murmuró él, sin abrir los ojos.

—Hay alguien en casa.

Rafael entreabrió un ojo y miró el despertador con sus números luminosos.

—Valeria, son las dos y media de la madrugada. Te lo has imaginado.

—¡No me lo he imaginado! ¡Oigo pasos claramente!

Él suspiró, pero finalmente prestó atención. En efecto, proveniente del fondo de la casa, se escuchaban ruidos apenas perceptibles: crujidos, susurros, un leve golpeteo.

—Será el gato— intentó tranquilizarla—. Minino otra vez correteando de noche.

—¿Qué gato, Rafa? Minino murió hace tres años, ¿no te acuerdas?

Rafael despertó por completo. Los sonidos se hacían más claros. Alguien se movía por la casa con seguridad, como si conociera bien cada mueble.

—¿Será Lucía que ha venido?— sugirió Valeria—. Ella tiene llave.

—¿A estas horas? Estará durmiendo, mañana trabaja.

Su hija vivía en otro barrio, pero a veces les visitaba, especialmente cuando discutía con su marido. Aunque solía avisar antes.

Los ruidos se acercaban al dormitorio. Valeria apretó la mano de Rafael con fuerza.

—Rafa, ¿y si son… ladrones?

—Silencio—, susurró él al levantarse y buscar sus zapatillas—. Voy a ver.

—¡No vayas! ¿Y si llevan cuchillo?

—Valeria, ¿qué ladrones? En nuestro portal hay conserje día y noche, portero eléctrico, cerraduras de seguridad. Además, no tenemos nada valioso.

Se acercó sigilosamente a la puerta y apoyó el oído en la madera. Del otro lado, una voz femenina tarareaba una melodía. Una canción conocida.

—Valeria— llamó en voz baja—. Ven.

Ella se acercó descalza y también escuchó.

—Es… es la nana de mamá— susurró Valeria, con la voz temblorosa—. La misma que me cantaba de pequeña.

Rafael frunció el ceño. Su suegra llevaba diez años muerta, pero recordaba bien esa tonadilla que ella solía tararear mientras trabajaba en casa.

—No puede ser.

—Rafa, ¿y si es un fantasma?— Valeria le agarró de la manga del pijama—. ¿Y si es mamá?

—Valeria, no digas tonterías. Los fantasmas no existen.

Pero él también sintió un escalofrío. La melodía sonaba cada vez más clara, acompañada ahora por otro sonido: el leve tintineo de la vajilla en la cocina.

—Igual que hacía mamá— musitó Valeria—. ¿Recuerdas cuando no podía dormir y venía a la cocina? Ponía el hervidor, sacaba las tazas…

Rafael lo recordaba. Isabel Mendoza sufría de insomnio, sobre todo en sus últimos años. Podía levantarse a las tres de la madrugada para limpiar o cocinar, tarareando esa misma melodía.

—Tengo miedo— confesó Valeria.

—Venga ya. Vamos a ver qué pasa.

Giró el pomo con decisión y asomó la cabeza al pasillo. Silencio. Solo se veía una tenue luz en la cocina, como si estuviera encendido el foco de la encimera.

Avanzaron lentamente, agarrados de la mano. Al llegar a la cocina, Rafael se detuvo y miró dentro.

Estaba vacía. Sobre la mesa, dos tazas, cucharillas y el azucarero. El hervidor silbaba suavemente en el fogón, soltando vapor por la boquilla.

—Pero si yo no puse el hervidor esta noche— murmuró Valeria desconcertada—. Estoy segura.

—Yo tampoco.

Se quedaron en el umbral, sin atreverse a entrar. El hervidor hirvió y se apagó automáticamente. En el silencio, solo se escuchaba su respiración agitada.

—¿Será que somos sonámbulos?— sugirió Rafael—. ¿Que hemos hecho todo esto dormidos?

—¿Los dos? ¿A la vez? No seas ridículo.

Valeria entró con cautela y tocó una taza. Estaba caliente. Alguien la había sostenido hace poco.

—Mira— señaló el alféizar—. Ha florecido el geranio.

En la ventana había una vieja maceta con un geranio que llevaba más de un año sin dar flores. Valeria había pensado tirarlo, pero nunca lo hizo. Ahora lucía flores rosadas, frescas y vibrantes.

—A mamá le encantaban los geranios— dijo ella en voz baja—. Decía que traían paz al hogar.

—Valeria, ¿y si vamos al médico?— propuso Rafael con cuidado—. Esto empieza a ser preocupante.

—¿Preocupante? Tú lo ves: el hervidor, las tazas, las flores. Esto no ha aparecido solo.

Se sentó a la mesa, contemplando el té preparado por manos invisibles.

—Sabes, mamá siempre decía que volvería después de morir para vernos. ¿Recuerdas cuando bromeaba? «Apareceré por las noches a ver si estáis bien».

—Lo recuerdo. Pero solo eran bromas, Valeria.

—¿Y si no lo eran?

Rafael se sentó junto a ella y le tomó la mano.

—Aun así, ¿por qué temer? Era tu madre. Nos quería.

Valeria asintió, algo más tranquila.

—Sí, nos quería. Y siempre se preocupó por cómo vivíamos.

Permanecieron en silencio, mirando la mesa preparada. Poco a poco, el miedo se transformó en una calma extraña, como si el hogar se hubiera llenado de una presencia amorosa.

—¿Recuerdas cuánto le dolía cuando discutíamos por la casita del pueblo?— dijo Valeria de pronto—. Cómo nos rogaba que nos reconciliáramos.

—Claro que lo recuerdo. No nos habló en tres días hasta que nos abrazamos delante de ella.

—Y cómo se alegró cuando Lucía anunció su boda. Ella misma le cosió el vestido, hasta el último detalle.

—Era precioso. Muy elegante.

Recordaron a Isabel, y los recuerdos eran cálidos. Había sido una mujer sabia, paciente, siempre dispuesta a ayudar. Desde su muerte, algo importante se había apagado en la casa.

—Rafa, bebamos este té— propuso Valeria—. Ya que alguien lo ha preparado.

—Vale.

Sirvieron el agua caliente, añadieron azúcar. El té tenía un ligero aroma a menta, igual que el que preparaba Isabel.

—Siempre le ponía menta— observó Valeria—. Decía que calmaba los nervios y ayudaba a dormir.

—Sí, es cierto.

Bebieron en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Afuera, el amanecer comenzaba a asomar, llenando la cocina de una calidez reconfortante.

—Sabes, creo que de verdad vino— dijo al fin Valeria—. A vernos, a comprobar que estamos bien.

—Puede ser— asintió él—. O quizá solo la echamos mucho de menos.

—Sí. Muchísimo.

Se acercó a la ventana y acarició las flores del geranio.

—Está precioso. Como si alguien lo hubiera cuidado.

—Valeria, ¿y si mañana invitamos a Lucía?— sugirió Rafael—.Al día siguiente, cuando Lucía llegó y vio la nota escrita con la letra de su abuela, sus ojos se llenaron de lágrimas y supo, como ellos, que el amor trasciende incluso la muerte.

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Llegaron mientras dormíamos