Llegaron con las maletas
—¡Pero estás loca! ¿Dónde voy a meter yo tus maletas? —gritaba Carmen del Pozo por teléfono, agitando el brazo libre—. ¡Vivo en un piso de 50 metros, lo oyes? ¡50 metros! ¿Y cuántos sois? ¿Cuatro?
—Mamá, no grites, por favor —contestó la voz de su hija al otro lado—. Solo somos tres, Pablo se ha quedado en Sevilla porque tiene exámenes. Nosotros, con Diego y Lucita, solo será una semana, hasta que encontremos algo de alquiler.
—¿Una semana? —Carmen casi deja caer el teléfono—. Isabel, cariño, ¿has visto mi casa? ¡Aquí no cabe ni el gato Pepe! ¿Y el niño? ¿Dónde va a dormir? ¿En mi sofá?
—Mamá, podemos echar algo en el suelo, no te preocupes. Lo importante es tener un techo. Y Lucita es pequeña, no ocupa mucho.
Carmen miró su diminuto piso con ojos críticos. El sofá cama donde dormía, el sillón heredado de su suegra, la cocina minúscula con un frigorífico que funcionaba cuando quería. En la ventana, los geranios en maceta eran la única alegría en aquel espacio reducido.
—Isa, ¿y no podríais buscar una pensión? Soy jubilada, apenas llego…
—¡Mamá, por favor! ¿Qué pensión, si nos hemos gastado hasta el último euro en los billetes? Mira, ya estamos en el tren, llegaremos mañana por la mañana. Solo haz un poco de sitio, ¿vale?
El tono de llamada cortó la conversación. Isabel había colgado.
Carmen se dejó caer en el sillón, mirando fijamente el teléfono. Su hija venía de Sevilla a Madrid, decidida a cambiar de vida. Diego, su yerno, prometía encontrar buen trabajo en la capital, pero mientras tanto vivirían con ella. En su minúsculo piso de las afueras, donde apenas cabía ella sola.
Pepe, el gato atigrado con el pecho blanco, se frotó contra sus piernas, ronroneando.
—Bueno, Pepe —susurró Carmen acariciándolo—, prepárate para los invitados. Va a estar esto más lleno que un autobús a hora punta.
Se levantó y recorrió el piso con mirada crítica. El armario ocupaba media habitación, los estantes rebosaban de recuerdos acumulados en años: fotografías, libros leídos mil veces, figuritas regaladas por su hija.
—Habrá que hacer espacio —suspiró.
La vecina, Pilar Méndez, salía justo de su casa con una bolsa de basura.
—Carmen, ¿a qué viene tanta limpieza temprano? —preguntó, observando el trasiego de cajas.
—Es que viene mi hija con la familia. A quedarse un tiempo.
—¡Qué bien! ¿De visita?
—No… de momento, hasta que encuentren algo.
—Ay, pero si no tienes espacio… —Pilar movió la cabeza con aire de suficiencia—. La juventud de ahora no entiende. Creen que los padres lo tenemos todo resuelto.
—Pilar, tengo prisa —cortó Carmen. Su vecina tenía el don de sermonear cuando menos falta hacía.
Por la noche, sentada en la cocina con una taza de té, reflexionaba. Isabel, su única hija, se había casado con Diego después del divorcio y había tenido a Lucita. La niña ya tenía cuatro años, pero Carmen apenas la había visto un par de veces, cuando viajó a Sevilla. El tren era caro, su pensión escasa.
Diego trabajaba en una fábrica, pero empezaron los recortes. Isabel daba clases particulares mientras cuidaba a la niña. Vivían de alquiler y, cuando la situación empeoró, decidieron que Madrid era su oportunidad.
Pepe saltó a su regazo, haciéndose un ovillo. Carmen lo acariciaba, pensando en el día siguiente.
—¿Cómo vamos a caber, Pepe? —susurraba al gato—. Y lo peor, ¿de qué vamos a vivir? Con mi pensión apenas llego para dos, y ahora seremos cinco.
A la mañana siguiente, el timbre la despertó. Eran las seis y media. Carmen se abrigó con la bata y corrió a abrir descalza.
En el umbral estaba Isabel con una maleta enorme, Diego con dos bolsas y, entre ellos, una niña pequeña de rizos rubios frotándose los ojos.
—¡Mamá! —Isabel se abrazó a ella—. ¡Cuánto te he echado de menos!
—Isa, hija mía… —Carmen la estrechó, notando lo delgada que estaba—. Pasad, no os quedéis ahí.
—Buenos días, Carmen —Diego dejó las bolsas y le dio la mano—. Gracias por acogernos.
—Pero qué dices, Diego, sois familia.
Lucita se escondía tras su padre, observando a su abuela con curiosidad.
—Lucita, no seas tímida, es la abuela Carmen —Isabel se agachó junto a ella—. ¿Te acuerdas de las fotos?
—Hola, mi sol —dijo Carmen inclinándose—. ¡Qué guapa eres! Igual que tu madre de pequeña.
La niña esbozó una sonrisa, pero siguió agarrada a su padre.
—¿Tenéis hambre? —se apresuró Carmen—. Entrad, os preparo algo.
Al entrar, vio el intercambio de miradas entre Isabel y Diego. Sí, el espacio era mínimo. Demasiado.
—Mamá, ¿dónde ponemos las cosas? —preguntó Isabel con cuidado.
—Ayer hice sitio —se apresuró Carmen—. El armario está medio vacío, y las maletas caben bajo la cama.
—Bajo la cama… —repitió Diego, mirando el sofá—. ¿Y dónde dormimos?
—El sofá se abre, es una cama grande. Vosotros ahí. Y Lucita… —dudó—. Lucita puede dormir en el sillón, no necesita mucho.
Pepe, al oír voces, salió de la cocina y se plantó en medio de la habitación, evaluando a los recién llegados.
—¡Mira, un gato! —gritó Lucita, intentando tocarlo.
—Lucita, no lo molestes —la reprendió Isabel.
—Pero si es bueno —defendió Carmen—. Pepe, saluda, esta es Lucita.
El gato olfateó la mano de la niña y luego permitió que lo acariciara.
—Mamá, ¿usa arenero? —preguntó Isabel—. No vaya a ser que Lucita tenga alergia.
—Claro que sí, es educado —Carmen sintió un nudo en el pecho—. ¿Molesta?
—No, solo lo preguntaba.
El desayuno fue incómodo. Carmen puso todo lo que había: un poco de jamón, pan, mermelada, café cargado.
—Mamá, ¿tienes leche? —preguntó Isabel—. Lucita no desayuna sin leche.
—No, se me acabó. Voy al supermercado.
—Yo iré —ofreció Diego—. ¿Dónde está el más cercano?
—Al final de la calle, pero no abre hasta las ocho.
—Mamá, ¿tienes internet? —Isabel sacó el móvil.
—¿Qué internet? —preguntó Carmen, confundida.
—Wifi, para conectarnos.
—No tengo eso, hija. ¿Para qué lo quiero?
Isabel miró a Diego, desesperada.
—¿Cómo vas a enviar currículums?
—Iremos a un locutorio. O en la biblioteca hay gratis.
—Abuela, ¿puedo ver la tele? —preguntó Lucita, señalando el viejo televisor.
—Claro, cariño —Carmen lo encendió, ajustando las antenas—. Ahora ponen dibujos.
Diego salió al supermercado, y las mujeres se quedaronAl final, después de semanas de tensiones, Carmen les ayudó a encontrar un pequeño piso en las afueras, y aunque al principio le costó quedarse sola, poco a poco recuperó la paz en su hogar, sabiendo que, al menos, ahora todos tenían su propio espacio.