—¡Pero estás loca! ¿Dónde voy a meter vuestras maletas? —gritó Carmen López por teléfono, agitando la mano libre—. ¡Vivo en un piso de soltero, ¿lo oyes? Un piso minúsculo! ¿Y cuántos sois? ¿Cuatro?
—Mamá, no grites así —respondió desde el otro lado la voz de su hija—. Solo somos tres, Pablo se quedó en Sevilla por los exámenes. Nosotras venimos con Miguel y Lucita solo una semanita, hasta que encontremos algo de alquiler.
—¿Una semanita? —Carmen casi suelta el teléfono—. Laura, cielo, ¿has visto el tamaño de mi casa? ¡Aquí no cabe ni el gato! ¿Y el niño? ¿Dónde va a dormir? ¿En mi sofá?
—Mamá, echaremos algo en el suelo, no te preocupes. Lo importante es tener un techo. Lucita es pequeña, no ocupa mucho.
Carmen miró su minúsculo piso. El sofá-cama donde dormía, el sillón heredado de su suegra, la cocina de tres metros con una nevera que andaba a su aire. En la ventana, los geranios, su única alegría en ese espacio reducido.
—Laurita, ¿no podríais buscar un hostal? Soy pensionista, no me llega el dinero…
—¡Mamá, por Dios! ¿Hostal con lo que han costado los billetes? Mira, ya estamos en el tren, llegamos mañana. Haz un poco de sitio, ¿vale?
Silencio. Laura había colgado.
Carmen se dejó caer en el sillón, mirando el teléfono fijo. Su hija venía de Sevilla a Madrid, decidida a cambiar de vida. Miguel, su yerno, prometió encontrar trabajo en la capital. Mientras tanto, vivirían con ella. En su pisito de la periferia donde apenas cabía ella.
Peluso, el gato atigrado, se frotó contra sus piernas, ronroneando.
—Bueno, Peluso —lo acarició Carmen—, prepárate para invitados. Vamos a estar como sardinas en lata.
Se levantó, observó el piso con mirada crítica. El armario ocupaba media habitación, lleno de cosas acumuladas en años: fotos enmarcadas, libros leídos mil veces, figuritas regaladas por Laura.
—Habrá que hacer sitio —suspiró.
La vecina, Rosario, salía con la basura justo entonces.
—Carmen, ¿limpiando a estas horas? —preguntó al verla mover cajas.
—Es que viene Laura con la familia. A quedarse un tiempo…
—¡Qué bien! ¿De visita? —Rosario siempre tenía ganas de chismear.
—No exactamente. Hasta que encuentren piso.
—Ay, pero si no tienes espacio… —dijo, moviendo la cabeza—. La juventud hoy en día, creen que los padres debemos solucionarles todo.
Carmen cortó la conversación. No tenía paciencia para sermones.
Por la noche, sentada en la cocina tomando manzanilla, Carmen recordó. Laura, su única hija, se había casado con Miguel después del divorcio, y nació Lucita. La niña tenía ya cuatro años, pero Carmen apenas la había visto un par de veces en sus viajes a Sevilla. Con la pensión, los viajes eran un lujo.
Miguel trabajaba en una fábrica, pero empezaron los recortes. Laura cuidaba a la niña, dando clases particulares. Vivían de alquiler, y cuando la situación empeoró, decidieron probar suerte en Madrid.
Peluso saltó a su regazo. Carmen lo acarició, pensando en el día siguiente.
—¿Cómo vamos a caber, Peluso? —susurró—. Y, sobre todo, ¿con qué vamos a comer?
A la mañana siguiente, el timbre la despertó. Eran las seis y media. Carmen corrió en pijama a abrir.
En la puerta estaban Laura con una maleta enorme, Miguel cargado con bolsas, y entre ellos, Lucita, una niña de rizos rubios frotándose los ojos.
—¡Mamá! —Laura la abrazó—. ¡Cuánto te he echado de menos!
—Cariño… Pasad, no os quedéis ahí.
Miguel le dio la mano:
—Buenos días, Carmen. Gracias por acogernos.
—No es nada, Miguel. Sois familia.
Lucita se escondió tras su padre, mirando con curiosidad a aquella abuela nueva.
—Lucita, no seas tímida —dijo Laura—. Es la abuela Carmen. ¿Recuerdas las fotos?
—Hola, preciosa —Carmen se inclinó—. ¡Qué guapa eres! Igual que tu mamá de pequeña.
La niña esbozó una sonrisa, pero no soltó a su padre.
—¿Tenéis hambre? —Carmen se apresuró—. Ahora os preparo el desayuno.
Al entrar, vio cómo Laura y Miguel intercambiaban una mirada. Sí, el espacio era mínimo.
—Mamá, ¿dónde ponemos las cosas? —preguntó Laura con cuidado.
—Limpié un poco el armario —Carmen señaló—. Las maletas caben bajo la cama.
—Bajo la cama… —repitió Miguel, mirando el sofá—. ¿Y dónde dormimos?
—El sofá se hace cama, cabéis los dos. Y Lucita… —vaciló—. En el sillón, no ocupa mucho.
Peluso apareció, estudiando a los recién llegados.
—¡Mira, un gatito! —gritó Lucita, alargando la mano.
—Cariño, no lo toques —la detuvo Laura.
—No muerde —dijo Carmen—. Peluso, saluda.
El gato olfateó a la niña y se dejó acariciar.
—Mamá, ¿usa arena? —preguntó Laura—. Por si Lucita es alérgica.
—Claro que usa. ¿Molesta?
—No, solo pregunto.
El desayuno fue incómodo. Carmen puso todo lo que tenía: jamón de ayer, pan, mermelada… Café cargado.
—¿Tienes leche, mamá? —preguntó Laura—. Lucita solo desayuna con leche.
—No, se acabó. Voy al super.
—Voy yo —ofreció Miguel—. ¿Dónde está el más cercano?
Carmen le explicó. Al volver, Miguel estaba mosqueado:
—¡Qué caro todo aquí! El doble que en Sevilla.
Carmen asintió:
—Con la pensión, como mucho compro arroz y pasta.
—Mamá, ¿por qué no cocinamos nosotros? —propuso Laura—. Lucita come mucho, y estamos acostumbrados a comida casera.
—Claro, adelante —dijo Carmen, imaginando cómo cocinarían en su cocina minúscula.
—¿Tenemos suficientes platos? —Laura revisó los pocos utensilios.
—No son muchos, pero basta.
—Abuela, ¿puedo darle comida al gatito? —preguntó Lucita.
—Claro, cariño. Está en ese armario.
La niña corrió a alimentar a Peluso, que aceptó el gesto con dignidad.
—Mamá —dijo Laura de repente—, ¿y si dejamos al gato con alguien? Con lo pequeño que es aquí, y Lucita…
—¿Cómo? —Carmen palideció—. ¡Peluso lleva ocho años conmigo!
—Mamá, piensa, somos muchos…
—¡No se va nadie con Peluso! —cortó Carmen—. Es de la familia.
Laura cedió, pero la tensión flotaba en el aire.
A los días, la rutina se instaló. Miguel buscaba trabajo, Laura limpiaba oficinas por las noches, Lucita veía dibujos o correteaba por el piso. Carmen, sin querer, se convirtió en niñera.
—Mamá —dijo Laura una tarde—, nos quedamos en Madrid. Aquí hay futuro. Lucita empezará el cole.
—Me alegro. ¿Y el piso?
—Mamá,—Pues… ya veremos —murmuró Laura, evitando su mirada, mientras Carmen, con un nudo en la garganta, entendió que su pequeño refugio ya no sería solo suyo.