Llegué a casa de mi hija sin avisar… y descubrí lo que nunca quise saber.
A veces pienso que la felicidad es ver a tus hijos sanos, con una vida estable y su propia familia. Yo siempre me creí afortunada: tenía un marido amoroso, una hija adulta, unos nietos cariñosos. No éramos ricos, pero había armonía y calor en nuestro hogar. ¿Qué más podía desear?
Carmen se casó joven, a los veintiún años, con Javier, que rondaba la treintena. Mi esposo y yo no pusimos pegas: un hombre maduro, con trabajo, casa propia y seriedad. Nada que ver con esos chiquillos sin rumbo. Él pagó la boda, el viaje de novios, la colmó de regalos caros. Los vecinos no paraban de susurrar: «Qué suerte tiene la chica, como en un cuento de hadas».
Y así fue, al principio. Nació Diego, luego Marta, se mudaron a una casa más grande en Valencia, nos visitaban los fines de semana… Todo normal. Pero con los años, noté a Carmen más callada, ausente. Sonreía menos, respondía con monosílabos. Decía que todo iba bien, pero su voz sonaba hueca. El corazón de una madre no se equivoca: algo ocurría.
Una mañana, tras días sin respuesta a mis mensajes, decidí ir. Sin avisar. «Es una sorpresa», me justifiqué al ver su cara de sorpresa… no de alegría. Sus ojos, apagados, evitaron los míos mientras corría a la cocina. Ayudé con la cena, jugué con los niños y me quedé a dormir. Esa noche, Javier llegó tarde. Su camisa tenía un pelo rubio largo y olía a perfume ajeno. Besó a Carmen en la mejilla; ella solo asintió.
Desvelada, fui a por agua y lo oí en el balcón: «Pronto, cariño… No, ella no sospecha». Apreté el vaso con fuerza, temblé.
Por la mañana, la encaré: «¿Lo sabes?». Bajó la mirada: «Mamá, no te metas. Está todo bien». Le conté lo visto, lo oído. Ella, como un guion aprendido: «Te lo inventas. Es buen padre, nos da todo. El amor… cambia».
Me encerré en el baño para llorar. Sentí que perdía no solo a un yerno, sino a una hija. Vivía por obligación, no por amor. Por miedo a perder comodidades. Y él… se aprovechaba.
Esa tarde, al volver él, lo enfrenté: «Sé lo que haces». No se inmutó.
—¿Y qué? —encogió los hombros—. No la abandono. Duermo aquí, pago las facturas. Ella lo sabe y le conviene. Métete en tus asuntos.
—¿Y si se lo cuento todo?
—Ya lo sabe. Prefiere ignorarlo.
El shock me paralizó. Volví a casa en tren, aturdida. Mi corazón se desgarraba: adultos tomando sus decisiones… contra mi niña, a quien protegí siempre. Ahora la veo apagarse junto a un hombre que la desprecia.
Mi marido me advierte: «No interfieras, la perderás». Pero ya la pierdo. Todo por querer «vivir bien». Ahora paga ese lujo con su dignidad.
Rezo porque un día se mire al espejo y entienda que merece más. Que el respeto no se compra, y la fidelidad no es un lujo. Quizá entonces agarre a Diego y Marta… y se marche.
Yo… seguiré aquí. Aunque ahora se distancie. Esperaré. Porque «madre» no es una palabra. Es quien no se rinde, aunque el dolor le parta el alma.