¿Llega la madre? ¡Cancela! ¡Viene mi ex!

La madre viene? ¡Cancela! ¡Va a venir mi ex!

Irene estaba frente a la cocina cuando el aroma de carne asada y especias invadió el ambiente. Era una de esas raras noches en las que tenía tiempo de cocinar algo más elaborado que unos huevos revueltos. Se secó el sudor de la frente con un gesto cansado, se giró y gritó:

—Víctor, ¿recuerdas que mañana viene mi madre?

Unos segundos después, apareció él en la puerta, despeinado y con ojos adormilados.

—¿Qué madre? —preguntó, desconcertado—. ¿Me dijiste algo?

—¡Sí! ¡Hace días! —frunció el ceño Irene—. Quedamos en que vendría el domingo.

Víctor de repente se puso nervioso y soltó:

—Cancélalo. Mañana no puede venir. De ninguna manera.

—¿Y eso por qué? —se alarmó Irene.

—Porque mañana llega… Lucía.

—¿Qué Lucía?

—Bueno… mi ex —susurró.

Un silencio sepulcral cayó sobre la habitación. Luego se rompió con la tos de Irene, que no sabía si reírse o gritar.

—¿En serio? ¿Quieres que mañana venga a vivir aquí tu ex? ¿Justo cuando llega mi madre?

—¡No es para tanto! No a vivir, solo a pasar la noche. Tiene problemas con su novio y no tiene donde ir. Solo un par de días, te lo juro. Ya no hay nada entre nosotros, ¡lo sabes! Lucía solo es una persona en problemas.

—¿Y no piensas cómo se verá? Mi madre llega y ahí está tu “amiga” del pasado pululando por la casa. ¡Qué bonito espectáculo!

—Diremos que es tu amiga. Eres toda una actriz, ¡se lo creerán!

Irene puso los ojos en blanco, pero en el fondo ya imaginaba la escena: Lucía entrando y llamándola “señora de la casa” desde el umbral. Era asqueroso, pero intrigante.

Por la noche sonó el timbre. En la puerta estaba Lucía —alta, segura de sí misma, con un corte de pelo moderno y un bolso de diseño. Lanzó una mirada evaluadora a Irene.

—Ah, así que tú eres la oficial. Entiendo… Bueno, solo estaré un par de días, no temas —no me llevaré a tu marido.

Irene contuvo la respiración. Solo murmuró:

—La habitación a la derecha. Mañana viene mi madre, no te dejes ver demasiado.

Lucía entró, e Irene regresó a la cocina, donde la comida empezaba a enfriarse.

—Lucía, ¿cenarás con nosotros?

—¡Claro! ¿Hiciste tarta? Aunque no me digas que la masa es casera. Esto son láminas compradas y mermelada, ¿verdad?

—Pues no la comas —replicó Irene, pero sus labios temblaron en una sonrisa contenida.

Lucía, sin perder el tono, de repente propuso:

—¿Quieres que te enseñe a hacer repostería de verdad? Mi abuela era cocinera, crecí entre ollas.

Así comenzó una velada que ambas recordarían. Para la medianoche, charlaban como viejas amigas, hablando de hombres, recetas y hasta de moda. Irene sintió por primera vez que no era solo la “esposa”, sino una mujer capaz de impresionar. Lucía no era una rival, sino una aliada.

Por la mañana, Lucía se fue al trabajo, y a la puerta llamó la madre de Irene: Carmen. El olor del asado recién hecho la dejó boquiabierta.

—¿Tú hiciste esto? —sus ojos se redondearon—. No me lo esperaba…

Irene solo asintió, conteniendo el orgullo. Sabía a quién debía agradecérselo: a esa “ex”.

Por la noche, Lucía llamó:

—Irene, esta noche me quedo en casa. Me reconcilié con Javier. Gracias por el vestido y el apoyo. Se quedó de piedra cuando me vio en la reunión —dijo que ahora me llevaría a todas sus citas de negocios. Por cierto, firmamos el contrato. Eres increíble. Mañana pasaré por mis cosas —¡y te daré un abrazo como a una amiga!

Irene colgó y miró a Víctor:

—Sabes, tenías razón. Ella es buena gente. Y tal vez ahora sé quién soy. No solo una esposa. Sino la dueña de mi casa. Y una mujer que tiene algo que ofrecer.

—¡Si hasta te hiciste amiga de Lucía, ya no entiendo nada! —Víctor abrió los brazos, desconcertado.

—Solo no estorbes —sonrió Irene—, y todo irá bien.

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