Llamó una mujer y dijo: “Tengo un hijo con su marido

¡Mamá! grité, al colgar el teléfono, con las manos todavía húmedas de los platos.

El timbre sonó sin identificar. Conteste sin pensarlo, mientras el fregadero goteaba.

Buenos días, ¿señora Marta? preguntó una voz femenina, joven, serena, con un leve acento de la frontera oeste.

Sí, dime.

No cuelgues es importante. Tengo un hijo con su marido.

En la primera fracción de segundo pensé que había oido mal. En la siguiente, que era una broma. En la tercera, sentí cómo todo mi cuerpo se helaba. Me apoyé contra la encimera para no caer.

¿Qué dice? susurré, temblorosa.

Marcos el conductor del camión que va a Alemania. Nos vemos desde hace más de un año. Creía que estaba soltero.

Hablaba despacio, como quien ha ensayado cada palabra. Cada sílaba golpeaba como una bofetada. Mi marido, el mismo que anoche me había mandado un mensaje: «Me quedo un poco más, la descarga se está alargando», estaba manteniendo otra familia.

El bebé tiene siete meses continuó la mujer. No quiero dinero, solo que lo sepas.

El móvil se me escapó de la mano. El golpe del suelo partió el silencio como cristal roto. Miré la cocina, la foto de boda que colgaba en el frigorífico, y sentí que mi vida se desmoronaba en mil pedazos.

No recuerdo cuántos minutos pasé sentada en el suelo, apoyada en la alacena. El tiempo se detuvo. En mi cabeza sólo resonaba una frase: «Tengo un hijo con su marido». La repetía una y otra vez, como si al hacerlo desapareciera su significado, pero cada repetición dolía más.

Al anochecer volvió a sonar Marcos. Su voz, imperturbable, como siempre.

Ya he terminado, mañana vuelvo. ¿Quieres que te traiga algo? preguntó, como si hablamos de un cotillón.

Me quedé paralizada. Un instante quise decir: «Sí, tráeme la verdad». En lugar de eso, apenas pude susurrar:

Ven. Tenemos que hablar.

Al día siguiente llegó su camión y se detuvo frente al bloque. Yo lo miraba por la ventana mientras él bajaba, cansado, sin percatarse de que esa casa ya no era su hogar. Entró, me abrazó instintivamente. Yo me aparté.

Me llamó una mujer de Alemania le dije. Me dijo que tiene un hijo tuyo.

Vi cómo la sangre se escapaba de su rostro. No intentó negar nada. Se sentó, quedó mirando al suelo unos segundos y, al fin, abrió la boca.

No quería que lo descubrieras así. Fue un error. Todo se salió de control su voz se quebró. Al principio sólo era una charla, un café, una conversación en el aparcamiento. A veces el hombre necesita que lo escuchen.

Y luego la fecundaste interrumpí, con dureza. Eso basta.

Se quedó mudado. No había nada que decir; no quedaba defensa posible.

No sabía que estaba casado añadió tras un momento. Cuando quedó embarazada, le dije que debía organizarlo todo, que pediría un préstamo, que la ayudaría. Pero no supe cómo explicártelo.

La rabia se transformó en una frialdad que caló hasta los huesos. Lo miraba y sólo sentía un vacío. Al hombre con el que había compartido más de veinte años lo veía a través de un cristal.

¿Por qué? pregunté al fin. Teníamos todo.

Precisamente por eso respondió bajo, con la voz apagada. Nos sobrecargó la rutina, nos faltó intimidad.

Entendí entonces que la infidelidad no siempre nace del deseo; a veces surge del silencio, de los años sin conversación. Pero eso no la hace menos dolorosa.

Salió de la cocina dejando tras de sí el olor a gasolina y a frío. La puerta se cerró con un golpe seco y yo caí en la silla. En la mesa quedó su taza, aún tibia. Por un instante quise volcarla, romperla, destruir todo lo que me recordara a él, pero sólo la aparté a un lado.

Al día siguiente no volvió a llamar. Ni al día siguiente. Después llegó un SMS: «Necesito reflexionar. Por favor, no cierres la puerta». No respondí.

Al anochecer encendí el ordenador. Encontré su perfil. Una mujer más joven, corriente. En la foto sostenía a un niño un chico de ojos oscuros, tan parecidos a los de Marcos que apretó mi corazón como un puño.

No podía apartar la vista. Entonces comprendí que su sufrimiento era distinto al mío, pero también real. Ella vivía bajo una mentira, parte de la misma historia que él había escrito sin nuestro permiso.

Cerré el portátil. No lloré. No quedaban lágrimas, sólo un cansancio abrumador, como si todos esos años se hubieran derramado sobre mí de golpe.

Pasaron dos semanas. La casa estaba demasiado silenciosa, la cama demasiado ancha. Al principio esperaba su llamada, su llegada, su figura en la puerta con esa mirada que desarmaba cualquier ira. Pero no vino. En su lugar apareció una carta, una simple sobre, su escritura irregular, como escrita con prisa.

No pido perdón empezaba. Sólo quiero que sepas que no lo planeé. No quería vivir una doble vida. Así fue. Me avergüenza no haber tenido el valor de decirte la verdad. El niño es mío. Les ayudaré, pero no quiero su vida. Quiero volver, si me lo permites.

Leí esa carta varias veces. Cada frase sonaba distinta: a veces como culpa, otras como excusa. No sé si me dolió más «el niño es mío» o «quiero volver». ¿Cómo vuelve uno a un lugar que él mismo quemó?

Unos días después apareció de nuevo. Más delgado, con canas al borde de las sienes. Me miró con la misma mirada con la que alguna vez conquistó al mundo. En la mano llevaba una mochila, como listo para cualquier cosa.

Sé que no merezco nada dijo. Pero no sé vivir sin ti.

No contesté. Lo dejé entrar. Se sentó al mismo mesa donde siempre tomábamos café por la mañana. Guardamos silencio largo. Finalmente pregunté:

¿Y ella?

Sabe que he vuelto a casa respondió bajo. No quería retenerme.

De esa conversación no surgió decisión ni promesa. Sólo un vacío que flotaba entre nosotros, como algo que no se puede nombrar.

Desde entonces dormimos en habitaciones separadas. Él sigue intentando, cocinando, limpiando, reparando pequeños detalles que nunca notaba. Yo aprendo a vivir con la idea de que no todo se puede recomponer, por mucho que lo desee.

A veces, al apagar la luz por la noche, pienso en ese niño el chico con los ojos de Marcos y me pregunto si algún día querrá conocer a su padre. Y si entonces podré perdonarle antes de que él mismo lo haga.

No sé si aún puedo amar a ese hombre. Pero sé que ya no puedo seguir viviendo en una mentira. Y, aunque duela, ese es el comienzo de algo verdadero.

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Llamó una mujer y dijo: “Tengo un hijo con su marido