Llame a la señora, por favor…

**8 de marzo**

Desde temprano, a Carmen la perseguía la sensación de que algo iba a ocurrir. Pero, ¿qué más podía pasar? Todo lo importante ya había sucedido. El amor, la familia… Ahora estaba sola. Su marido, con quien compartió treinta y seis años, había fallecido hacía dos. Su hijo, Alejandro, tenía su propia vida: esposa, dos niños, todos sanos. Solo era la anticipación de una festividad, se dio cuenta. Mañana era el Día de la Mujer.

Entonces recordó a su esposo. Nadie le traería mimosas o tulipanes. Bueno, ¿y qué le pasaba? ¡Si estaba Alejandro! Claro que vendría a felicitarla.

Antes tenían un pequeño huerto en las afueras de Madrid. Una casita modesta en una parcela heredada tras los años difíciles. Mientras trabajaba, solo iba los fines de semana. Pero al jubilarse, pasaba allí los veranos enteros, volviendo a la ciudad solo para lavar la ropa y hacer la compra.

Aquel verano fue abrasador, sin una gota de lluvia. Había que regar a diario. Su marido llegó el viernes, como siempre, después del trabajo. Carmen notó al instante su palidez.

—¿Estás bien?

—Sí, solo es el calor —dijo él, quitándose importancia.

—Descansa un poco. Yo termino —le insistió, señalando el banco bajo la sombra de la parra. Él se sentó, recostándose contra la pared tibia de la casa, mirándola regar las lechugas. Cuando se acercó, supo que algo andaba mal. Parecía dormido, pero al tocarlo, se desplomó. Se había ido, así, en silencio.

Ese otoño vendió la casita. No soportaba ver el banco vacío. Su hijo la apoyó.

—Mejor así, mamá. ¿Para qué tanto esfuerzo si puedes comprar verdura en el supermercado?

Él viajaba con su familia a la playa. El dinero de la venta se lo dio a Alejandro. “Él lo necesita más”, pensó. Su pensión le alcanzaba. Quiso buscar trabajo, pero él la disuadió.

—Ganarás cuatro duros y te quitará la salud. Si extrañas enseñar, ayuda con los nietos. Para lo demás, aquí estoy yo.

Así vivió, sola. Echaba de menos las manos de él, pero Alejandro llamaba a los técnicos si se estropeaba algo.

En los últimos años, su matrimonio había sido tranquilo. Pero en la juventud… ¡Dios mío! Casi se divorcian una vez. Él tuvo sus aventuras, discretas, pero las mujeres siempre lo notan. Un día, explotó.

—Si tanto te molesta, me voy —dijo él, sacando la maleta.

Alejandro, de trece años, llegó del instituto y lo vio.

—¿Me odiarás? —preguntó su padre.

—Sí —contestó el chico, cerrando la puerta de su cuarto de un portazo.

Su marido dejó la maleta detrás del sofá.

—¿Me haces la cena? —preguntó, sin mirarla.

Al día siguiente, Carmen volvió tarde del colegio. La maleta ya no estaba. Le dio un vuelco el corazón. Hasta que la vio en el altillo. Las camisas de él seguían en el armario.

Desde entonces, las discusiones cesaron. Envejecieron en paz. Ojalá hubieran sido así desde el principio.

Ahora, en su soledad, había ventajas. Limpiaba menos, cocinaba sencillo. Leía mucho, veía series. Su marido odiaba eso; él solo quería fútbol y noticias. Ahora era libre, estirada en el sofá como una reina.

Pensó en adoptar un gato, pero la idea del pelo por toda la casa la disuadió.

Mañana era 8 de marzo. ¿Un pastel? ¿Para quién? Alejandro vendría, claro. Mejor haría magdalenas de chocolate. A los nietos les encantaban.

Tras cocinar, se quedó dormida frente al televisor. Un timbrazo la despertó. ¿Quién podía ser? Alejandro tenía llave.

Se arregló el pelo frente al espejo y abrió. Un hombre desconocido, de su edad, sostenía un ramo de tulipanes.

—¿Busca a alguien?

—A Luisa, por favor —sonrió él.

—Aquí no vive ninguna Luisa —dijo Carmen, cerrando la puerta.

—¡Espere! —insistió él—. ¿No es esta la calle Mayor, número 12?

—Sí, pero jamás ha vivido aquí una Luisa.

El hombre parecía desconcertado.

—Lo siento, me equivoqué —murmuró.

Esa noche, los tulipanes en el florero la hicieron reflexionar. Nunca sabría quién era esa misteriosa Luisa.

A la mañana siguiente, él llamó de nuevo.

—Me marcho esta noche, pero no tengo dónde pasar el día —confesó.

Lo invitó a entrar. Mientras comían, él le contó su historia: viudo, sin hijos, dueño de una casa cerca del mar. Había conocido a Luisa el verano pasado, pero al perder su dirección, no pudo encontrarla.

—Quizá escribió mal el dato a propósito —sugirió Carmen.

Él asintió, triste.

—Me llamo Antonio. Quizá algún día quiera visitar la costa. Será bienvenida.

Cuando se fue, Alejandro llegó con un ramo enorme.

—¿Invitaste a un extraño? ¡Podría ser un estafador! —protestó.

Ella se encogió de hombros. Antonio le había inspirado confianza.

Dos días después, él llamó.

—Solo quería agradecerle su amabi—Espero verla pronto en la playa, Carmen —susurró él, y ella, con el corazón más ligero, supo que esta vez el destino le había traído una nueva oportunidad.

Rate article
MagistrUm
Llame a la señora, por favor…