La llamada tardía
Álvaro salió de la oficina. El cielo gris y pesado se cernía sobre Madrid, aplastando la ciudad bajo su peso. Solo las cruces de la catedral de la Almudena, doradas y serenas, se alzaban desafiantes a través de la bruma.
La llovizna fina pinchaba su piel mientras caminaba hacia su coche. Dentro del SEAT, el aire olía ligeramente a ambientador de limón. Álvaro apoyó las manos en el volante y respiró hondo, alegrándose de haber recogido el coche del taller a mediodía. No tendría que empaparse esperando el autobús ni apretujarse con la gente de camino a casa.
Giró la llave y el coche se llenó con el ritmo pegadizo de una canción pop. Bajó el volumen. “A casa”, se dijo, y salió a la avenida. Sus dedos golpeaban el volante al compás de la melodía sencilla.
Era viernes. Y los viernes, él y sus amigos salían de fiesta, desahogándose después de la semana. ¿Qué más podían hacer hombres jóvenes y libres, sin ataduras familiares ni responsabilidades?
El piso lo recibió en silencio. Desde la entrada, Álvaro vio el armario abierto de par en par. Un mal presentimiento le recorrió el pecho. Se quitó los zapatos y, en calcetines, caminó hacia la habitación. Sabía lo que encontraría: entre sus camisas y chaquetas colgaban perchas vacías, donde antes estaban los vestidos y blusas de Lucía.
Se había ido. Últimamente discutían mucho, pero siempre hacían las paces. Ella le había llamado al trabajo para decirle que no iría de fiesta. Él se distrajo, luego fue a buscar el coche… “¿Se enfadó porque no la llamé? ¿De verdad se separan por eso?”—fue lo primero que pensó—. “No. Lo tenía planeado. Dejó el armario abierto para que me ahogara en soledad y remordimientos. Seguro que hay una nota con reproches y despedidas.” Miró alrededor.
Llevaban seis meses juntos. Lucía era perfecta: guapa, divertida, con carácter pero no demasiado. Así que el problema debía ser él. Últimamente, ella hablaba más de bodas, de lunas de miel… Él lo evitaba con bromas. Claro. No esperó a que él diera el paso y decidió acelerar las cosas. Seguro que pensó que él correría a llamarla, a rogarle que volviera…
Y se dio cuenta de que eso era exactamente lo que quería hacer. Marcó su número, pero el teléfono estaba apagado. Álvaro lo arrojó al sofá.
Imaginó a Lucía, apoyada en el fregadero, pelando patatas sobre una sola pierna… Le entraron ganas de que volviera, ahora mismo. Fue a la cocina. En el fregadero había platos sucios del desayuno y una botella vacía de vino, sobrante de alguna fiesta. “Se la terminó, dudaba, sufría.” Eso le alegró. Lavó los platos. La botella la hundió en el cubo de basura, ya lleno.
Lucía odiaba los platos sucios. Los dejó a propósito, para que él entendiera lo difícil que sería estar solo: lavar, tirar la basura… ¡Qué actriz! Por eso la quería. Aunque lo de “querer” solo lo decía al principio.
Vio la nota en la nevera, sujeta con un imán. “Me voy. No sé si debemos seguir.” Nada más. Sin explicaciones, ni reproches, ni firma.
Y él ya había mirado anillos. Solo esperaba el sueldo y el momento perfecto para arrodillarse y dárselo delante de todos.
—Si una chica se va, es por algo— canturreó, cambiando la letra de una vieja canción.
En el silencio de la cocina, sonó falso y triste. “Volverá. Yo también soy orgulloso. No llamaré. Que sufra.” Álvaro cogió la basura y bajó a tirarla.
Al volver, oyó el móvil vibrando en el sofá. Sin descalzarse, corrió. En la pantalla, un número desconocido. ¿Contestar? ¿Y si era Lucía?
—¿Sí?— respondió.
—Hola, Dani—. Álvaro sintió un alivio momentáneo, creyendo que era Lucía. —Soy Marina. No me atrevía a llamarte… No me prometiste nada, pero no sé qué hacer…— dijo una voz femenina.
—¿Quién? ¿Qué Marina?— Ni siquiera notó que lo había llamado “Dani”.
—¿No te acuerdas? Entonces no hay nada que hablar—. Y colgó.
—Qué demonios— maldijo en voz alta.
Vio las huellas de barro en la alfombra y volvió a maldecir. El teléfono sonó de nuevo.
—Dani, quería decirte…
—No soy Dani. Me llamo Álvaro. Te equivocas— explicó.
—¿Me mentiste? Tú mismo me diste este número— repitió el suyo.
—No mentí. Llevo veintiséis años siendo Álvaro. Y no te di mi número— respondió irritado.
—No debí llamar…
—No, no cuelgues. Si llamaste, dime qué quieres—. Pero ella cortó.
“No responderé más.” Bajó el volumen, pero no apagó el móvil. Esperaba que Lucía llamara, explicara su marcha, pusiera condiciones… No terminó de pensarlo cuando el teléfono vibró de nuevo.
—Marina, ¿por qué llamas si no dices qué quieres?
—Perdona…— Un suspiro, un sollozo o quizá el sonido del agua cortó sus palabras. —No sé qué hacer. Pensé que entre nosotros… Quería decirte que yo sola… Tú no tienes culpa…
—¿De qué no tengo culpa?— gritó al vacío, porque Marina había colgado otra vez.
Álvaro dudó. Su voz sonó débil, soñolienta… ¿Y ese ruido de fondo? ¿Lloraba? ¿Qué pasaba? “Yo sola, tú no tienes culpa”… Frases típicas antes de… “Dios, ¿qué está pasando?”
Llamó a su amigo Dani, conocido conquistador.
—¿Al final te animas? ¡Ven ya, esto está que arde!— Dani casi gritaba por la música.
—¿Por qué le diste tu número a una tal Marina?
—No conozco a nadie así—. La música bajó, como si hubiera salido. —Bueno, capaz. Una chica guapa… Un par de noches…
—¿Dónde? ¿Fuiste a su casa? Dime la dirección— exigió.
—¿Quieres engañar a Lucía? Por fin— rió—. Mira, no es momento…
—Algo le pasa. ¿Dónde vive?
—No recuerdo… Espera. Calle Príncipe de Vergara, creo. Un bloque viejo al lado de uno nuevo.
—¿Qué piso?
—No sé. ¡Hace meses! Segundo, frente a la escalera.
—Vale. Coge un taxi y ve. Nos vemos ahí— cortó.
El asfalto brillaba bajo los faros. Poca circulación un viernes. Llegó rápido. El edificio alto destacaba entre los bloques viejos.
Vio luces en algunos pisos. En el segundo, solo una ventana. La puerta del portal estaba entreabierta. Subió de dos en dos escalones. Timbró. Silencio. Notó que la puerta del piso no cerraba bien.
—¿Marina?— gritó hacia la luz.
Vio una puerta entreabierta en el pasillo, con luz debajo. Llamó.
—Entro— dijo, y abrió.
En la bañera, una chica desnuda, inconsciente. Un brazo colgaba, evitando que se hundiera en el agua teñida de rojo. No dudó: era sangre. Llamó a urgencias.
—¿Qué pasa?— Dani apareció en la puerta.
Mientras esperaban a que llegara la ambulancia, Álvaro sostuvo la mano fría de Marina, pensando en lo frágil que era todo, y en cómo a veces las llamadas más sinceras llegaban demasiado tarde.