Llamaron a la puerta. Al abrir, estaba mi suegra, empapada y con los ojos hinchados de tanto llorar: al final, la amante les había dejado sin un solo euro.
Hace quince años, Víctor y yo nos casamos. Su madre dejó claro desde el principio que nunca seríamos amigas. Lo acepté. Vivimos nuestro amor, pero los hijos tardaron en llegar. Diez años de espera, ilusiones y rezos Hasta que la vida nos bendijo: primero llegó Pedro, luego Leonor.
La vida no nos trató mal. Víctor hizo carrera como director de una gran empresa. Yo pude dedicarme a los niños, cogerme la baja de maternidad y volcarme en la familia. Mi madre estaba lejos, en otra ciudad, así que no tenía ayuda a la vista. ¿Y mi suegra? Bueno, en quince años, su actitud hacia mí no cambió ni un milímetro. Para ella, siempre fui una “cazafortunas”, una lista que le robó a su hijo. En su sueño, Víctor debía haberse casado con la “chica correcta”, la que ella ya había elegido. Pero él me eligió a mí.
Vivíamos, criábamos a los niños, yo ignoraba sus miradas frías. Hasta que, un día, todo se desmoronó.
Recuerdo cada detalle de aquel día. Acabábamos de llegar del paseo, los niños se quitaban los zapatos en la entrada, y yo fui a poner la tetera al fuego. Fue entonces cuando vi un papel sobre la mesita del recibidor. Solo al acercarme, sentí un escalofrío. La casa estaba extrañamente vacía. Las cosas de Víctor habían desaparecido.
En el papel, con letra torpe, escribió:
*”Perdóname. Sucedió, me enamoré de otra. No me busques. Eres fuerte, lo lograrás. Es lo mejor para todos.”*
Su móvil estaba apagado. Ni una llamada, ni un mensaje. Simplemente se esfumó. Me dejó sola, con dos niños pequeños en brazos.
No sabía dónde estaba, ni quién era “esa otra”. Desesperada, llamé a mi suegra. Esperaba una explicación, algo de consuelo. En vez de eso, escuché:
La culpa es toda tuya.Su voz rezumaba satisfacción.Siempre supe que acabarías así. Debiste preverlo.
Me quedé sin palabras. ¿Qué había hecho yo? ¿Por qué me odiaban tanto? Pero no había tiempo para culpastenía a los niños y casi nada de dinero. Víctor no dejó ni un céntimo.
No podía trabajarno tenía con quién dejar a los niños. Entonces recordé un trabajo antiguo, corregir trabajos universitarios. Así sobrevivimos. Cada día, una batalla por el pan. Seis mesesni rastro de Víctor.
Una noche de otoño, mientras acostaba a los niños, oí unos golpes insistentes en la puerta. ¿Quién sería a esa hora? ¿Vecinos?
Abrí la puertay casi me caí hacia atrás.
Era mi suegra. Destrozada, empapada, el rostro bañado en lágrimas.
¿Me dejas entrar?susurró, y yo, sin pensar, me aparté.
Nos sentamos en la cocina. Entre sollozos, me lo contó todo. Aquella “nueva pasión” de Víctor era una estafadora. Le vació los bolsillos, le endeudó hasta el cuello y se fue con todo lo de valor.
Víctor quedó en la miseria. La casa de la amante era mentira, el futurouna ilusión. Hasta mi suegra lo perdió todo: hipotecó su piso por él, y ahora el banco amenazaba con desahuciarla.
No nos queda nadagimoteaba.Ayúdame Por favor No tengo adónde ir
Me miraba como un perro apaleado, rogando quedarse, aunque fuera unos días.
Apreté los puños. La cabeza me latía de preguntas. Recordé todas las puñaladas verbales, las miradas de desprecio, los años en que me sentí una extraña en mi propia familia. ¿Y ahora quería ayuda?
Una parte de mí quería pagarle con la misma moneda. Decirle: *”Váyase, ahora arrégleselas sola.”* Pero otra partela que aún creía en el amor, en la bondad, en mis hijosno me dejaba ser tan cruel.
Me quedé en silencio. Los ojos me ardían.
¿Qué elegir? ¿Venganza o compasión?
Mientras lo decidía, me levanté, preparé té y puse una taza frente a ella.
Porque, a veces, ser humano es elegir no con el corazón, sino con la conciencia.







