—Llama a una ambulancia —oyó una voz en su cabeza, y Javier miró a su alrededor.
Esta historia me la contó un conocido.
A menudo pasa que alguien nos habla de un milagro que le ocurrió, y nosotros no le creemos. Asentimos, pero por dentro pensamos que no pudo ser verdad. Que lo inventó, que lo soñó, que confundió sus deseos con la realidad. ¿Milagros? ¿Ángeles? ¿Dios? Todo son cuentos de viejas, cosas en las que no se puede confiar.
¿Y de dónde van a salir milagros en esta época de locura informática? ¿Por qué le pasaría a uno y no a los demás? “Si a mí me ocurriera algo así, quizá entonces creería”, pensamos.
Eso mismo pensaba Javier, un joven de veintiocho años. Vivía con su madre, Carmen. Su padre había muerto cuando él tenía diez. No tenía prisa por casarse. Salía con una chica modesta, Lucía. “Primero compraré un piso, luego me casaré. No puede ser que dos mujeres compartan cocina”. ¿Alquilar? “No hay prisa”. Tampoco quería dejar sola a su madre.
Un chico anticuado para los estándares de hoy. Trabajaba en tecnología, o como se dice ahora, era informático. Un día, en medio de su jornada, le llamó su madre. Ella nunca lo molestaba sin motivo. Si llamaba, era porque algo grave había pasado. Javier contestó al instante.
—Hijo —la voz de Carmen era débil, quebrada—. Me he roto la pierna. Duele muchísimo —sollozó—. No me puedo mover.
—¿Dónde estás? —se alarmó tanto que se levantó de un salto.
—Estoy tirada cerca del supermercado “Día”. Ya he llamado a la ambulancia. Te llamo por si acaso…
—Mamá, voy para allá.
Colgó y salió corriendo.
Otro llamado lo encontró ya en el coche. Su madre le dijo que la llevaban al hospital regional. Javier giró el volante y cambió de dirección. Al llegar, ya la habían llevado al quirófano. Pasó horas en el pasillo hasta que el cirujano salió.
—Vuelva mañana, cuando la pasen de la UCI a una habitación —le dijo.
El sol se ponía cuando Javier salió del hospital. De camino a casa, paró en una tienda a comprar zumo y fruta para su madre. Al salir, vio a una mujer que pasaba tambaleándose. Le sorprendió que una señora de aspecto respetable estuviera tan borracha. Llegó a su coche y volvió a mirarla.
La mujer se detuvo, extendió la mano como buscando un apoyo, pero al no encontrar nada, se balanceó y cayó al asfalto. Javier no lo dudó: corrió hacia ella.
Dejó la bolsa en el suelo, se agachó y la llamó. La mujer no respondía. Se inclinó y olfateó, pero no había rastro de alcohol. ¿Qué hacer? No sabía nada de medicina. Nunca había estado gravemente enfermo. Y no había nadie alrededor.
—¿Me oye? ¿Se encuentra mal? —le preguntó, dándole unas palmaditas en las mejillas para reanimarla.
“No servirá. Llama a una ambulancia y levanta su cabeza, ponle algo debajo”, le ordenó una voz tan clara en su mente que Javier miró a su alrededor.
Pero no había nadie cerca. Solo un hombre paseando un perro a lo lejos. Demasiado lejos para oírlo. Y la mujer, inconsciente, tampoco podía hablar.
Sacó el móvil y llamó al 112.
“Dile que es un ictus. Que se den prisa”, repitió la voz.
Javier volvió a mirar. Repitió al teléfono que era un ictus y pidió urgencia. Decidió que estaba hablando consigo mismo.
“Ahora, levanta su cabeza con cuidado”.
Pero no tenía nada a mano. Se quitó la camisa, la dobló y se la colocó bajo la cabeza. Esperó a la ambulancia, rezando por dentro para que llegara pronto.
“No te quedes quieto, frótele las orejas con fuerza”.
Comenzó a masajearle las orejas hasta que se le enrojecieron. Quizá ayudó, porque cuando la sirena se escuchó cerca, los párpados de la mujer temblaron.
“Gracias a Dios, vuelve en sí”.
Del supermercado salieron dos señoras, se acercaron y empezaron a dar consejos. La gente se agolpó alrededor.
La ambulancia llegó. Los médicos la examinaron, la subieron en una camilla y se la llevaron.
—¿Es un ictus? —preguntó Javier al médico.
—Eso parece. ¿Es usted médico?
—No. Solo… llamé a la ambulancia.
—Hizo lo correcto, incluso levantó su cabeza. Ojalá hayamos llegado a tiempo —dijo el médico antes de subir a la ambulancia.
—¿A qué hospital la llevan? —gritó Javier, sin saber por qué.
—Al regional.
La ambulancia se alejó con las luces y la sirena. La gente se dispersó. Javier se sacudió la camisa y se la puso. Buscó la bolsa con la compra, pero había desaparecido. Alguien se la había llevado. “Da igual, mañana compro más”, pensó, y se fue al coche.
En casa ni cenó. No dejaba de preguntarse qué había pasado. ¿Quién le hablaba en su cabeza? Todos tenemos diálogos internos, pero nunca así. Nunca le habían dictado sus acciones. Cuando ayudaba a alguien, primero actuaba y luego pensaba. Y sus pensamientos siempre eran fragmentados, sin claridad.
No sabía nada de ictus. Si se lo contaba a alguien, pensarían que estaba loco, que el trabajo lo había vuelto paranoico. Se acostó en la oscuridad, intentando que la voz volviera. Pero solo escuchó sus propios pensamientos. “Estoy perdiendo la cabeza. Escucho voces”, se rió amargamente. Nadie le respondió.
“Quizá fue culpa de la mujer. ¿Será una bruja o algo así?” Con esa idea, que le pareció la más lógica, al fin se durmió.
Al día siguiente visitó a su madre en el hospital. Ella se alegró y no paraba de preguntarse cómo había podido romperse la cadera de un simple tropiezo.
—Tendrás que cocinar tú, hijo. Mejor come en el trabajo o en un bar, que si no vivirás a base de bocadillos. ¿Qué has comido hoy? Ayer no pude hacer la cena… ¡Qué mala suerte caerse así!
—No te preocupes, ya me las arreglo. Tú concéntrate en recuperarte. Dime qué necesitas y te lo traigo. O le pido a Lucía que cocine.
Pasó un rato con ella y se despidió. Bajó al vestíbulo y, sin saber por qué, se dirigió a recepción.
—Anoche trajeron a una mujer mayor con un ictus. ¿Sigue aquí? —preguntó a la enfermera.
Lo derivaron a información. Mientras esperaba, se preguntó qué hacía allí. ¿Por qué le importaba esa mujer? Había hecho lo correcto, llamar a la ambulancia… Llegó su turno.
Le dijeron que Antonia Ruiz estaba en neurología, tercera planta, habitación siete. Aún no podía recibir visitas.
Javier no iba a verla. Ni siquiera sabía por qué preguntaba.
Por mucho que escuchó, nunca más volvió a oír voces. Se tranquilizó. En situaciones extremas, la mente juega malas pasadas. Eran sus propios pensamientos, no una voz ajena.
Su madre mejoraba poco a poco. Ya podía levantarse y caminar con muletas. Javier la visitaba todos los días. Una vez, bajando las escaleras (los ascensores siempre estaban llenos), vio el cartel de “Neurología” y se detuvo. “¿Tendrá visitas Antonia? ¿Cómo estará?” Como si algo lo empujara, entró.
Todas las mujeres de la habitaciónLas voces nunca volvieron, pero Javier supo que, en aquel momento, algo más grande que él lo había guiado para salvar una vida, y eso bastó para cambiar su manera de ver el mundo.