Lista de mis deseos
El recibidor estaba atestado de cajas. Iñigo, rojo de esfuerzo, metía una a una en la repisa del altillo. El polvo se posaba sobre su calva como escarcha gris.
¿Y para qué guardas todo eso? Es basura, refunfuñó mientras bajaba por la escalerilla tambaleante.
No es basura contestó con voz baja pero firme Dolores, sentada en el suelo entre la ropa y un viejo baúl repleto de papeles. Es recuerdo.
Recuerdo carraspeó Iñigo. De tanto recuerdo me va a caer la espalda. Igual lo tiras al año que viene. Aquí no hay sitio.
Dolores no respondió. Sus dedos rozaron la cubierta de cuero desgastado de un álbum antiguo y lo abrió.
Mira dijo, sin prestar atención a sus quejas. La niña de primero. ¿Te suena?
Iñigo se acercó a regañadientes. En la foto amarillenta, bajo el sol, una niña con lazos blancos estrechaba los ojos.
Sí, lo recuerdo murmuró, más suave. Llorabas porque el delantal te picaba.
Y aquí está el campamento de verano
Campamento Aurora, asintió Iñigo, mirando por encima del hombro de Dolores. Fue de allí donde trajiste esa concha. La que sigue dando la talla en algún rincón de este caos.
Volvió a hurgar entre las cajas, pero sin el entusiasmo de antes. Dolores pasaba página tras página. La juventud, la universidad, su boda: Iñigo con un traje de tres piezas imposible de llevar, ella con un vestido de encaje de su madre. Jóvenes, lisos, felices. Sonreían a la cámara sin imaginar que, dentro de veinte años, les esperaría este piso estrecho, sus constantes refunfuños y la leve amargura de Dolores por una romance que ya quedó en papel.
¡Cuidado! exclamó de pronto Dolores.
Iñigo rozó con el hombro una caja de cartón y su contenido se esparció por el suelo. Mientras él se quejaba y recogía los libros, Dolores levantó del linóleo una cajita tapizada en terciopelo y abrió la tapa.
En el interior, sobre una almohadilla de algodón, reposaba la concha del campamento, varios emblemas descoloridos, una ramita seca de mimosa y una hoja de cuaderno escolar doblada en cuatro.
¿Qué es esto? preguntó Iñigo al terminar de ordenar.
Dolores desplegó la hoja. En letra infantil y esmerada se leía: «Lista de mis deseos. 1. Ser doctora. 2. Saber tocar la guitarra. 3. Ir a París. 4. Casarme por gran amor».
Sin decir palabra, le entregó la hoja a su marido. Él la escaneó, se suavizó un poco y soltó un gruñido:
Pues no te convertiste en doctora, tampoco dominas la guitarra. París sigue siendo un sueño Y lo del amor se trabó, sin atreverse a terminar la frase, y se masajeó la espalda. No llegaste a ser doctora, pero ahora yo tengo la espalda como la de un abuelo, por tus archivos.
Dolores tomó la hoja de sus manos, la miró detenidamente, fijándose en el punto cuatro y luego en su marido: en su rostro cansado y polvoriento, en sus manos que acaban de cargar cajas pesadas para despejarle un hueco al armario.
Casarse por gran amor no significa vivir en romance perpetuo, Iñigo. Significa que cuando al marido le duele la espalda, la esposa le hace un masaje, y él, a cambio, lava los platos.
Guardó la hoja con cuidado, la volvió a colocar en la cajita y cerró la tapa.
Vale suspiró. Tal vez tengas razón. Algunas cosas sí se pueden ordenar.
Dejó la cajita a un lado, entre los objetos más preciados que nunca se tirarán. Luego se acercó a Iñigo, lo abrazó y apoyó su mejilla contra su barba despeinada.
Gracias susurró. Por todo.
Iñigo, sorprendido, quedó inmóvil un instante y luego, torpemente, le acarició el cabello.
No te pases murmuró. ¿Me vas a masajear la espalda, entonces? se quedó callado. ¿Te acuerdas de la espalda?
Sí, la recuerdo sonrió Dolores, apoyándose en su hombro.
Entendió que París y la guitarra seguirían en el cajón del pasado, en esa hoja amarillenta. Pero allí, en el polvoriento y estrecho recibidor, no se respiraba sueño, sino vida. Y eso también era felicidad, esa que no cabe en fotos ni en álbumes. Simplemente existía, y era suficiente.






