Ligereza Abrumadora

**Peso sin peso**

A primera vista, nadie sospecharía que algo le pasaba a Javier. Alto, en forma, con movimientos calculados al milímetro, parecía un hombre con la vida bajo control. Su ropa, impecable: una chaqueta oscura, camisas planchadas, zapatos relucientes. Cada mañana era igual: café en una pequeña cafetería del centro de Zaragoza, un gesto a la barista, que ya conocía su pedido de memoria, luego un paseo rápido junto al Ebro, donde se cruzaba siempre con el mismo anciano de gorra raída, corriendo a su ritmo. Después, al estudio de arquitectura, donde trazaba planos con una precisión obsesiva, como si intentara construir una fortaleza inquebrantable para sí mismo, sin grietas ni fallos. Todo era perfecto. Todo menos una cosa.

Por las mañanas, el pecho le pesaba como si una losa de granito le apretara. No era dolor, sino una opresión que le robaba el aire, como si la ansiedad se filtrara en cada inhalación. El mundo seguía igual: las mismas calles, las mismas caras, el mismo ritmo. Pero en esa normalidad se escondía algo siniestro, como si los días se repitieran por obligación, no por elección. Javier solía callarlo. *«Solo es cansancio»*, pensaba, evitando su reflejo en el espejo. O, en el peor de los casos, *«es el tiempo»*. Era más fácil que enfrentar la verdad. Aunque ni él mismo sabía cuál era. O no quería saberlo.

En el trabajo lo respetaban. Cumplía plazos, entregaba proyectos a tiempo, impecables. Si un cliente pedía cambios, Javier los hacía sin quejarse, sin un gesto de irritación. No discutía. Borraba y volvía a empezar, frío como un algoritmo. El silencio era su escudo. El silencio significaba control. Lo había aprendido de niño, demasiado pronto. Cuando las palabras altas traían pasos pesados —los de su padre— y luego el silencio helado tras la puerta del dormitorio de su madre. Cuando aprendió a toser sin hacer ruido para no llamar la atención. Esa costumbre de esfumarse, de no dejar rastro, se le había pegado como el olor a humedad en una casa vieja.

Una tarde, volviendo a casa bajo la lluvia, vio a una anciana frente a la puerta de al lado. Era doña Carmen, la vecina del primero. Llevaba meses sin verla, casi como si se hubiera fundido con las paredes del edificio. Intentaba meter la llave en la cerradura, pero sus manos temblaban, rebeldes. Javier se acercó, le ofreció ayuda. Ella le entregó las llaves en silencio, pero en sus ojos había un destello de fragilidad, como la de un niño asustado. Algo en él se estremeció.

Su piso olía a medicinas y flores marchitas, el aire espeso como si el tiempo se hubiera detenido. La ayudó a sentarse en su sillón y ya se iba cuando ella murmuró, mirando al suelo:

*«¿Enciendes la luz por las noches en tu casa?»*

La pregunta le cortó como un cristal. Javier no respondió. No pudo. Pero al día siguiente, ante el espejo, se miró los ojos por primera vez en años. No estaban cansados. Estaban vacíos.

Ese día, en vez de ir a la oficina, tomó un autobús sin rumbo. Observó las casas grises, el asfalto mojado, la gente apresurada. Entre el ruido de la ciudad —conversaciones rotas, el traqueteo de los coches— recordó a su padre, horas muertas mirando a la pared, como esperando respuestas. A su madre, moviéndose por la cocina con una sonrisa tensa, fría como un día de enero. El silencio en casa no era tranquilo; era el de antes de la tormenta. De niño, Javier juró que así sería su vida: sin hacer ruido, sin ocupar espacio, sin *ser*.

Bajó en una parada desconocida y caminó sin rumbo, hasta detenerse frente a un edificio que reconoció. El hospital. El mismo donde llevaron a su madre años atrás. Tenía catorce años, y nadie le explicó por qué. Solo dijeron *«los nervios»*. Él no preguntó. Le llevó mandarinas en una bolsa, y ella lo miró como si fuera de cristal, sin tocarlas. Entonces juró que a él no le pasaría. Sería más fuerte. Invisible al dolor.

Entró en Urgencias. El olor a desinfectante le quemó la nariz, el silencio era tenso como un hilo a punto de romperse. Miró los letreros y, por primera vez, dijo en voz alta:

*«Necesito ayuda.»*

No gritó, no lloró. Solo habló, con la misma precisión con que trazaba una línea en un plano. Pero dentro de él, algo se quebró como el hielo viejo, y respiró un poco más hondo.

Pasaron meses. Volvió al trabajo, a los mismos compañeros, al mismo café de la máquina. Pero algo había cambiado. Ahora se quedaba tarde porque le gustaba perfeccionar los proyectos. Volvió a escuchar música, *de verdad*, cerrando los ojos como si aprendiera a sentir de nuevo. Adoptó un gato, un pelirrojo descarado que dormía sobre sus planos y lo despertaba rozándole la cara con el hocico frío. A veces visitaba a doña Carmen —para tomar té, hablar de películas viejas o libros que ambos leyeron de jóvenes. Ella sonreía más, y su sonrisa era como una bombilla cálida en una habitación a oscuras.

La opresión no desapareció. Pero pesaba menos. O él era más fuerte. O quizá había aprendido a convivir con ella, como parte de sí mismo, no como un peso ajeno. Ya no importaba. Lo importante es que dejó de ser silencio. Algo en él se encendió: pequeño, pero real.

Por fin, era él.

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