“Vencidos por la libertad: historia de un frasquito”
Con Óscar nos conocemos desde hace años, pero la verdadera amistad nació hace solo un par de veranos. Los dos acabábamos de pasar por divorcios duros, nuestros segundos. Ni nos refugiamos en el alcohol, en absoluto. Todo lo contrario: gimnasio, ciclismo, carreras al amanecer. Lo que nos unió no fue el vino, sino la libertad recuperada. Y el miedo a perderla de nuevo.
Óscar salió del matrimonio hecho polvo, como si no hubiera sido un juez, sino una apisonadora la que pasara por encima de él. Su ex se peleó por cada cucharilla del menaje, por el piso, por todo. El mío fue menos traumático, pero tampoco fue un baile de rosas. Nos liberamos casi al mismo tiempo, como quitándonos un peso de los hombros.
Recuerdo esa tarde en que pedaleábamos por el Parque del Retiro, y de repente él soltó el manillar, abrió los brazos y gritó a todo pulmón:
—¡Li-ber-tad!
Los perros del barrio ladraron, las abuelas se santiguaron, y nosotros nos reímos como dos locos escapados del manicomio. Pero era felicidad. Pura, ruidosa, auténtica.
Un año pasamos viviendo como pájaros: sin ataduras, sin reproches, sin discusiones por los platos sucios. Adelgazamos, nos vimos más jóvenes, madrugábamos. Resulta que la vida en pareja no solo envejece el alma, también engorda. Y la libertad, en cambio, cura.
Una tarde fui a casa de Óscar; se había comprado una bici nueva y quería enseñármela. Jugueteamos con los cambios, nos manchamos de grasa, y fui a lavarme las manos al baño. Y allí estaba. Un frasquito rosa en la repisa. Cosmética. Femenina.
—¡Óscaaaar! —grité, sospechoso—. ¿Qué brujería es esta?
—Ah, es de Leticia— respondió él, como si nada.
—¿Qué Leticia ni qué niño muerto?
—¿No te lo había contado? Pues que conocí a una chica… Leticia, abogada, trabaja mucho. A veces se queda a dormir. Y dejó el bote, para no andar llevándolo de un lado a otro.
Apreté los labios:
—Ya empezó…
—¿Empezó qué?
—La invasión. Es el primer síntoma. Como en ‘Alien’: primero la baba, luego el huevo, y al final, el monstruo que te revienta el pecho.
Óscar se rió. Yo no. Porque sabía cómo funciona: las mujeres no asaltan, se infiltran. No necesitan gritar ni romper nada; se cuelan en la vida de un hombre como el humo bajo la puerta. Primero el frasco. Luego el cepillo. Después las zapatillas. Y al final, ellas.
A la semana me invitó a cenar para presentarnos. Leticia, guapa, tranquila, con unos pendientes finos y un jersey de cachemir carísimo. Nos sirvió pasta y una pizza con piña (sí, con piña, que a Óscar antes le daba asco). Cuando fui a lavarme las manos, vi dos cepillos y otro bote de crema. Solo resoplé: “El virus se expande”.
Y llegó el día en que Óscar no quiso salir conmigo a montar en bici.
—Hoy no puedo —dijo.
Fui yo solo, enfadado, decidido a sacarlo de esa trampa.
Me abrió la puerta en bata. ¡Bata! ¡El mismo tío que hace un mes iba en chanclas y camiseta vieja!
—Javi, podías haber avisado…
Desde el dormitorio se oyó:
—Óscar, ¿quién es?
—Es… Javier. Lo del inflador.
Fui a lavarme las manos. Y ahí lo vi: el baño ya no era suyo. La espuma de afeitar y el dentífrico arrinconados. Y alrededor, un ejército de frasquitos rosas. Pendientes en la repisa. La victoria era total.
Luego fui a ayudarles con unos muebles. Tornillos, estanterías, armarios. Leticia dirigía la operación:
—Esto al trastero. Esto a la basura. Y esto también, fuera.
Óscar intentó protestar. Inútil. En un momento, ella se me acercó y soltó:
—Oye, ¿te interesa la bici? Aquí solo estorba.
Así es. La libertad no se rinde con un grito. Muere en silencio, entre el roce de un vestido y el olor a loción. La mujer llega, y conquista cada centímetro: la estantería, la percha, la ventana, el armario. Y al final, el alma.
Pasó un año. Óscar y yo apenas hablamos. La bici se llenó de polvo. Yo seguía pedaleando solo. Triste. Pero libre.
Hasta que Ella también llegó a mi vida. Y al mes, la pregunta tímida:
—¿Puedo dejar mi crema aquí?
Y no dije que no. Sonreí. Como un tonto. Porque ya estaba enamorado.
Ahí está. El frasquito ya ocupa su sitio. El patrón de invasión es idéntico.
Estoy perdido. Se acabó.
Adiós, libertad.