Lo conseguí: mi marido rompió con esa familia que lo arrastraba al abismo.
Yo, Lucía, logré que mi marido, Santiago, dejara de hablar con sus parientes. No me arrepiento—ellos lo hundían, y no iba a permitir que arrastraran a nuestra familia con ellos. Sus familiares no eran borrachos ni vagos, pero su forma de pensar era tóxica. Creían que la vida les debía regalar todo en bandeja, sin esfuerzo. Pero nada se consigue así, y yo no iba a dejar que Santiago, un hombre lleno de talento, se pudriera en su pozo de resignación.
Santiago era trabajador, pero le faltaba chispa, motivación. Su familia, en un pueblo perdido de Badajoz, jamás la buscó. Solo se quejaban: del gobierno, de los vecinos, del destino—de todos menos de ellos mismos. Sus padres, Antonio y Carmen, vivían en la pobreza, contando cada céntimo, pero sin intentar cambiar nada. Su filosofía era clara: *”Así es la vida, hay que aguantarse.”* Tenía un hermano menor, Álvaro, cuya suerte tampoco había sido buena: su mujer lo abandonó por otro con más dinero, dejándolo convencido de que todas solo buscaban eso. Eran como un agujero negro, chupando toda esperanza.
Yo amaba a Santiago y creía en él. Pero después de dos años en ese pueblo, entendí que, si no cambiábamos algo, acabaríamos vestidos con haraposel resto de nuestra vida. Aunque el pueblo era pequeño, había oportunidades, pero su familia le repetía lo contrario. *”¿Para qué trabajar para otro? Te echarán sin un duro, y ni los tribunales harán nada”*, decía el suegro. Él y Santiago trabajaban en una fábrica local donde los sueldos llegaban con meses de retraso. *”Cambiar de trabajo no sirve, todo es por enchufe”*, repetía Santiago, eco de su padre. Mi suegra ni siquiera cultivaba un huerto: *”Total, lo robarán, ¿para qué esforzarse?”* Su apatía me asfixiaba.
Veía cómo Santiago, inteligente y capaz, se apagaba bajo su influencia. No solo vivían en la miseria—se habían rendido a ella. No quería ese destino para él, ni para mí. Un día, exploté. Me senté frente a él y dije: *”O nos vamos a Madrid y empezamos de cero, o me voy sola.”* Se resistió, repitiendo las frases de sus padres—que no valía la pena, que íbamos a fracasar. Mis suegros lo presionaban, acusándome de romper la familia. Pero me mantuve firme. Era nuestra única salida. Finalmente, accedió, y nos mudamos.
El cambio fue brutal. Buscamos trabajo desde cero, alquilamos un cuarto minúsculo, contábamos cada euro. Fue duro, pero vi cómo Santiago recuperaba esa chispa. Encontró trabajo en una constructora, yo como recepcionista en una clínica. Trabajamos, estudiamos, pasamos noches en vela, pero avanzamos. Quince años después, tenemos piso, coche, vacaciones cada año. Dos hijos: Daniel y la pequeña Sofía. Lo hemos logrado solos, sin ayuda. Santiago ahora dirige un equipo, y yo tengo mi negocio. Nuestra vida es fruto de nuestro sudor, no de la suerte.
A sus padres les enviamos dinero, los visitamos de vez en cuando. Pero no han cambiado. Álvaro sigue con ellos, en la misma fábrica, con los mismos sueldos atrasados. Nos llaman *”afortunados”*, como si no hubiéramos dejado la piel por todo esto. *”Os tocó la lotería”*, dicen, ignorando nuestras noches sin dormir, nuestros sacrificios. Sus palabras son una bofetada. No ven todo lo que costó escapar del mismo hoyo en el que ellos eligen seguir.
Hace poco, Santiago me confesó que mudarnos fue lo mejor que hizo. Entendió cómo su familia ahogaba sus sueños, cómo sus quejas tóxicas lo arrastraban hacia abajo. Me enorgullece haberlo sacado de allí. Pero, para proteger nuestra familia, tuve que levantar un muro entre él y los suyos. No le prohibí hablar con ellos, pero me aseguré de que su veneno no nos envenenara. Cada llamada, cada lamento, me recordaba lo cerca que estuvimos de hundirnos con ellos.
A veces, el corazón se me encoge al pensar que Santiago podría haberse quedado allí, en esa vida gris, sin futuro. Pero cuando lo veo mirar a nuestros hijos, a nuestro hogar, sé que hice lo correcto. Su familia sigue en su mundo, donde todo lo decide el destino, no el esfuerzo. Nosotros elegimos otro camino. Y no dejaré que sus palabras ni sus viejos hábitos vuelvan a invadirnos. Santiago y yo construimos nuestra felicidad. Y nadie nos la arrebatará.