—¿Adónde crees que vas? —preguntó Lucía con frialdad, mientras observaba cómo su esposo se abrochaba la camisa.
—Quedé con los chicos. Tomar unas cervezas, charlar un rato —contestó Marcos, sin mirarla.
—¿Y cuándo piensas pasar tiempo conmigo? —Intentó sonreír, pero solo consiguió una mueca amarga.
—¡Pero si siempre trabajas! ¿Cómo iba a saber que hoy terminarías antes?
La pregunta sonaba lógica. Pero últimamente todas sus excusas lo eran. Demasiado lógicas, demasiado cómodas. Y Lucía estaba cansada. Cansada de comprender, de perdonar y de pagar por todo.
Hubo un tiempo en que creyó haber encontrado al amor de su vida. Marcos era atento, humilde, un poco más joven… pero ¿qué importaba la edad si las almas se entendían? Se conocieron gracias a las amigas de su madre, celebraron una boda íntima y se mudaron a su amplio piso en Madrid. Él trabajaba… a medias. Pero a ella le bastaba. Para los dos.
Las primeras señales llegaron al año. Una aventura. Luego otra, y otra más. Disculpas, lágrimas, promesas. Y tras ellas, compras. Una consola, un ordenador, un móvil nuevo… Y ahora, un coche.
—Lucita, ¡piensa en lo práctico! Te recojo del trabajo, llevo al niño al cole… —fantaseaba él.
—Primero empieza por aparecer por casa —cortó ella. Pero el hábito de perdonar era más fuerte.
Y entonces, una llamada. Una mañana de domingo.
—¡Déjale ir! —exclamó una voz de mujer al otro lado.
—¿Perdona? ¿Quién eres?
—¡Nos queremos! Y tú… tú solo estorbas.
Lucía escuchó en silencio.
—¿Tan segura estás de que vuestro amor vale más que el dinero? —preguntó al fin.
—¡Claro!
—Comprobémoslo.
—¿Qué?
—Llévatelo. Para siempre.
Colgó y, con calma, fue guardando sus cosas en una maleta.
Diez minutos después, Marcos regresó. Se detuvo en el umbral, mirando el equipaje.
—¿Nos… vamos a algún sitio?
—Tú sí. Adonde quieras.
—¿Qué dices?
—Lo que oyes. Nos divorciamos.
—¿Por esa tontita? ¡Era una broma, Lucía! ¡Queríamos formar una familia! ¡El coche!
—Sí. Ahora lo compraré yo. Sacaré el carnet. Y el niño… también sin ti, si quiero. Gracias por la motivación.
Él intentó discutir. Rogar. Manipular. Pero Lucía permaneció serena.
Un año después, bajó de su flamante coche en el aparcamiento del centro comercial. Permiso de conducir en la cartera, mirada firme, sonrisa ligera. Y un vestido nuevo, que tanto gustaba a su nueva pareja: un hombre maduro, seguro, sin pretensiones.
Al divisar a Marcos a lo lejos, Lucía lo miró un instante.
—¿Te compraste ese modelo? Pero… yo quería el negro.
—Yo quería el rojo. Y me lo compré.
Siguió caminando, dejándolo atrás en la sombra. Sin palabras. Sin remordimientos. Sin él.







