Les dimos un año, ahora no podemos echarlos: nuera embarazada y el hijo calla

Hace año y medio, nuestro único hijo, Javier, se casó. A su novia, Lucía, la recibimos con los brazos abiertos. Parecía dulce, tranquila, sin conflictos. Después de la boda, se mudaron con nosotros —mi marido y yo tenemos un piso de tres habitaciones en pleno centro de Madrid. Vivimos en paz: nosotros trabajando, ellos también.

Pero a los pocos meses, Lucía empezó a soltar indirectas sobre querer su propio hogar. Que deseaban independencia, su propio espacio y demás. No discutimos. Teníamos un estudio vacío que compramos en su día para alquilar. Nos daba un ingreso fijo, dinero que ahorrábamos para la jubilación, pues con la pensión no se puede contar.

Nos sentamos, lo hablamos y decidimos: que vivan ahí un año, sin pagar. Les dejamos claro que sería solo ese tiempo. Se les iluminó la cara. Prometieron ahorrar para la entrada de una hipoteca en ese plazo. No querían niños todavía; solo vivir para ellos.

Nos alegró ayudarles. Se instalaron y empezaron a derrochar: ropa de marca, comidas fuera, viajes sin parar. Les sugerimos que ahorrasen un poco, pero solo nos decían: «Somos jóvenes, ¡hay que disfrutar!».

Pasó el año. Esperábamos que desalojasen para volver a alquilarlo, pero entonces, ¡sorpresa!: Lucía está embarazada. Y no poco —ya en el segundo trimestre.

Llamé a Javier, preguntándole cuándo se irían. Su respuesta fue vaga: «Mamá, ya sabes… Con el bebé, Lucía no puede estresarse…». Al día siguiente, Lucía apareció llorando:

«¿Nos echáis a la calle con un recién nacido? ¡No tenéis corazón!».

Casi estallo:

«¿Qué calle? ¡Tenéis mi piso y el de tus padres, que es enorme! Sois adultos. Hace un año acordamos plazo fijo. Perdimos más de treinta mil euros —lo que íbamos a daros para la hipoteca. Lo malgastasteis en caprichos. ¿Y encima nos culpáis?».

Les di un ultimátum: un mes más y se van. Asintieron. Han pasado dos semanas. Ni buscan piso ni hablan del tema. Solo miran como esperando que cedamos.

Por las noches, mi marido y yo damos vueltas. Sabemos que el error fue no ser firmes desde el principio. Ahora no siento rabia, sino decepción. Javier no defiende a sus padres —solo calla y apoya a su mujer. Lucía me esquiva como si fuera el enemigo. Queríamos lo mejor: ayudarles, darles un empujón. Y en vez de eso, tenemos dependencia, rencor y reproches.

Lo peor es que dudamos ya de recuperar el piso. Legalmente están empadronados. Y moralmente, nos ahoga la culpa. ¿Tenemos derecho a echarlos ahora, con el niño en camino?

Así es como la bondad se convirtió en una trampa. Mientras callamos, ellos se quedan. Pero esto no puede seguir así.

A veces, ser blando solo te enseña que la generosidad, sin límites, acaba por ahogarte.

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