Hace un año y medio, nuestro único hijo, Fernando, se casó. Su novia, Lucía, nos cayó bien; parecía dulce, tranquila y sin conflicto. Después de la boda, se mudaron con nosotros, ya que mi marido y yo tenemos un amplio piso de tres habitaciones en pleno centro de Madrid. Vivíamos en paz: nosotros trabajábamos, ellos también.
Pero al cabo de unos meses, Lucía empezó a insinuar que quería su propio hogar. Decía que deseaba tener su espacio, independencia, y demás. No discutimos. Justo teníamos un estudio libre, que habíamos comprado para alquilar y asegurarnos un ingreso adicional. Ese dinero lo guardábamos para nuestra jubilación, pues la pensión no bastaría.
Hablamos seriamente y decidimos dejárselo un año, sin cobrar. Les advertimos claramente: solo doce meses, ni un día más. Se emocionaron muchísimo, prometiendo ahorrar para la entrada de una hipoteca. No querían hijos aún, solo vivir “para ellos”.
Nos alegró poder ayudar. Se instalaron y empezaron a darse todos los gustos: ropa de marca, comidas en restaurantes, viajes uno tras otro. Alguna vez sugerimos que moderaran los gastos, pero nos respondían: “Somos jóvenes, ¡queremos disfrutar!”.
Pasó el año. Esperábamos que desalojaran el piso para volver a alquilarlo, pero entonces vino la noticia: Lucía estaba embarazada, y ya de cuatro meses.
Llamé a Fernando para preguntar cuándo se mudarían. Su respuesta fue vaga: “Mamá, ya entiendes… Lucía no puede estresarse ahora…”. Al día siguiente, Lucía llegó llorando, indignada:
“¿De verdad nos echaréis a la calle con un bebé? ¡No tenéis corazón!”.
Casi estallo:
“¿A qué calle? ¡Tenéis mi piso y el de tus padres, que es enorme! ¿Por qué no vais allí? Sois adultos. Hace un año acordamos un plazo, y habéis malgastado el dinero que podríais haber ahorrado. Encima, ¿nos culpáis a nosotros?”.
Les di un ultimátum: un mes más, y se iban. Asintieron. Han pasado dos semanas, y nada. Ni buscan piso ni hablan del tema. Solo miran con esa esperanza muda: “Quizá cambien de idea”.
Mi marido y yo no sabemos qué hacer. Por las noches, en la cocina, buscamos soluciones, pero siempre llegamos a lo mismo: el error fue no ser firmes desde el principio.
Ahora no siento ira, sino decepción. Fernando ni nos defiende; solo calla, apoyando a su mujer. Lucía me evita como si fuera su enemiga. Quisimos ayudarles, darles un empujón, y en vez de eso, recibimos ingratitud.
Lo peor es que dudamos si recuperaremos el piso. Legalmente están empadronados, y moralmente, la culpa nos ahoga. ¿Tenemos derecho a echarlos ahora, con el bebé en camino?
Así, nuestra bondad se convirtió en una trampa. Mientras callamos, ellos se quedan. Pero no podremos aguantar mucho más en silencio.
A veces, ser demasiado buenos tiene un precio, y ese precio lo pagan quienes no supieron valorarlo.