**Diario de un Hombre**
A los vecinos les mentía sobre su hija, por vergüenza.
En el hatillo preparado para la muerte, había cartas de su hija. Carmen las sacó y las colocó bajo la almohada de la difunta. Que se las lleve a la tumba, y con ellas su terrible vergüenza.
**De lo más íntimo. La vergüenza cruel.**
Luisa siempre creyó en los sueños. Desde joven. Las chicas del pueblo solían contarle los suyos, y ella, pensativa, les decía lo que significaban. Rara vez se equivocaba. Los suyos, sin embargo, los guardaba para sí. Y, además, ¡volaba en ellos! A veces, de verdad, se elevaba sobre las casas y ¡salía a surcar el cielo! ¡Le robaba el aliento! Un sueño en particular se repetía: caballos blancos con manchas grises tiraban de un trineo donde iba ella con Antonio, agarrando las riendas. Los animales aceleraban tanto que despegaban hacia el firmamento. A ambos se les cortaba la respiración. Soltaban las riendas y se agachaban en el trineo volando Ese sueño lo tuvo muchas veces, mientras Antonio vivía. Después de su muerte, siguió volando, pero él ya no tomaba las riendas Solo sonreía Le encantaba ese viaje nocturno, aunque sabía que soñar con caballos era augurio de enfermedad, o quizá de muerte. Tras esas noches, o le subía la tensión o el corazón le daba pinchazos
Aquella noche, volvieron a estar juntos en el trineo. Pero ya nadie lo guiaba. Las riendas habían desaparecido. Los caballos ascendían más y más, hasta las nubes. Sobre una de ellas, un angelito con alas les sonreía. «¡Marisol! ¡Mi Marisol!», gritó Luisa en sueños tan fuerte que se despertó
«Es hora Es hora de prepararme», se murmuró. Sin lágrimas, sin desesperación.
En casa siempre le gustó el orden, así que barrió el suelo y sacudió las alfombras. Sacó el hatillo que guardaba desde hacía años para la muerte, lo organizó todo, incluso dejó notas indicando qué iba dónde. Porque sin ella, nadie lo haría. Extraños revolverían sus cosas Aunque quizá llegara Carmen, ¿quién más? Era la única que aún la visitaba, su amiga, casi una hermana. Pocas compañeras le quedaban ya en este mundo, y menos con sus piernas doloridas. Pero Carmen seguía ágil. Vendría corriendo
Luisa tomó un cuaderno escolar y un bolígrafo y se sentó a escribir.
«Perdóname, Carmen. Eres lo más cercano que tengo. Hemos vivido como hermanas No lo cuentes a nadie, te lo suplico, mi vergüenza es demasiado grande. A mí ya no me dolerá lo que digan, pero igual te pido Mentí durante años, a todos y a ti, hermana mía, diciendo que mi hija era cariñosa, que no venía porque estaba enferma Pero la verdad es que no sé dónde está. Creo que vive, pero me abandonó hace mucho. Y para no sentir vergüenza ante los demás, mentí, incluso a ti No esperes a mi hija, no la busques Entiérrame junto a Antonio, donde reservé el lugar. La casa y todo lo que hay dentro es para ti. Quizá a tus hijos les sirva. No supe criar a mi hija La vergüenza me consume. Que se vaya conmigo a la tumba Te lo ruego, hermana»
Luisa atizó bien la chimenea, cerró el tiro y se acostó a dormir
Carmen notó desde la tarde anterior que en casa de su amiga no había luz, pero ¿cómo iba a imaginarse lo peor?
¿No dejó alguna nota la difunta? preguntó el guardia civil que vino a registrar la muerte de una mujer sola.
No, no había nada Nada La soledad la consumió, eso fue todo mintió Carmen, apretando en el bolsillo la carta arrugada de su amiga.
* * *
Su Marisol creció hermosa e inteligente. Única, amada. Antonio, un agrónomo casado, se enamoró de una humilde campesina. Por las leyes de entonces, lo habrían despedido y expulsado del partido, pero al final solo lo reprendieron y se olvidaron. Él y su esposa no tenían hijos, y de pronto, ¡una jornalera daba a luz a una hija ilegítima del agrónomo! Decían que hasta el alcalde tenía sus trapicheos, así que ayudó a que se divorciara y se casara con Luisa. «Aquí no vamos a criar bastardos», golpeaba la mesa. Su exmujer se mudó a Madrid y, según rumores, encontró a un señorito de ciudad. Ellos, en cambio, vivieron felices, criando a su hija aunque no por mucho tiempo.
Unos caballos, parecidos a los de sus sueños pero reales, le trajeron la desgracia. Antonio volvía tarde del campo en bicicleta. En la oscuridad, unos caballos lo arrollaron. El jinete, borracho, ni lo vio. ¡Si alguien lo hubiera encontrado a tiempo! Luisa esperó hasta el amanecer, sin dormir. Lo hallaron al día siguiente ya muerto. Podrían haberlo salvado, pero así era el destino
Tuvo pretendientes después pero nunca les hizo caso. Vivía solo para su hija. Y Marisol era su alegría. Estudió muy bien. Hasta actuaba en el grupo de teatro del pueblo, ¡y hasta en la capital comarcal! Todos decían que tenía talento. ¡Y suerte! Entró a la primera en la Universidad Complutense de Madrid.
Luisa no cabía en sí de orgullo. Siempre llevaba comida, quería visitarla. El primer año, Marisol se alegraba, incluso volvía al pueblo en cuanto podía. Pero con el tiempo, se fue alejando. Hasta le hablaba mal. Se irritaba por todo. Una y otra vez, Luisa llegaba a la residencia y su hija no estaba. Decían que había encontrado un novio extranjero. La echaron de la universidad. Antiguos compañeros contaron que ese extranjero la había enganchado a las drogas. En el pueblo, ni sabían lo que era. ¡Qué vergüenza para una madre! ¡Cruel vergüenza! Un año después de su última visita, Marisol escribió: «Olvídame. No me busques. Tengo mi propia vida».
Luisa, arrancando remolachas en el campo, los surcos interminables, prefería que fueran aún más largos, para no tener que levantar la cabeza, para no ver las miradas ajenas. Solo las lágrimas caían sobre la tierra
Un día, antes de la fiesta del pueblo, Luisa se armó de valor y les dijo a las mujeres: «Mi Marisol se ha casado». La semana anterior había ido a Madrid, y al regreso confesó: «¡Estuve en su boda! No dije nada para no gafarla. Tiene un marido serio, un alto cargo. Viaja mucho por trabajo. No veré a mi hija en casa. ¡No la veré! Pero os invito a todas a celebrarlo».
Y lo hizo. Como era costumbre, las mujeres aportaban de todo. Pero Luisa se excedió. Trajo conservas, embutidos caros, cosas que sus amigas jamás habían probado. Decía que su yerno se los enviaba. Claro, tras la fiesta, todo el pueblo comentó la noticia. De vez en cuando, Luisa visitaba a su hija en la capital. En realidad, vagaba por las calles, esperando verla entre la multitud
Con los años, viajó menos. Su hija empezó a escribirle. Pero Luisa iba hasta la capital comarcal a recoger esas cartas, por si se perdían
Siéntate, Carmen, te leeré lo que me escribe Marisol presumía ante su amiga. Querría venir, pero está enferma, pobrecilla Lástima que no tenga hijos. Su marido la cuida mucho.