En el pueblo, la gente hablaba de su hija, pero ella mentía por vergüenza. En el hatillo preparado para su muerte, había cartas… de su hija. Carmela las sacó y las puso bajo la almohada de la difunta. Que se las lleve a la tumba, y con ellas… su terrible vergüenza.
De lo más real. Una vergüenza terrible.
Lucía siempre creyó en los sueños. No sabía por qué, pero era así. A veces, alguna de las chicas del pueblo contaba un sueño, y ella lo interpretaba. Casi nunca se equivocaba. Y sus propios sueños siempre los entendía. Además, ¡volaba en ellos! De verdad, se elevaba sobre las casas y ¡salía volando! ¡Le quitaba el aliento! Un sueño se repetía una y otra vez: caballos blancos con manchas grises, tirando de un trineo donde iba ella con Alejandro, agarrando las correas. Los caballos galopaban tan rápido que despegaban hacia el cielo. ¡Se les cortaba la respiración! Soltaban las riendas y se agachaban en el trineo… volaban… Ese sueño volvía una y otra vez, mientras Alejandro vivía. Cuando él murió, siguió “volando” en los caballos, pero él ya no tomaba las riendas… Solo sonreía… Le encantaba ese “vuelo” nocturno, aunque sabía que soñar con caballos podía ser augurio de enfermedad, o incluso de muerte… Tras esas noches, o le subía la tensión o le dolía el corazón…
Aquella noche, estaban otra vez los dos en el trineo. Pero nadie guiaba. Ni siquiera había riendas. Los caballos subían más y más, hasta las nubes. En una nube, había un angelito con alas que les sonreía. “¡Leticia! ¡Mi Leticia!”, gritó Lucía en sueños tan fuerte que misma se despertó…
“¡Es hora… Es hora… de prepararme!”, murmuró para sí. Sin pena, sin desesperación…
En casa siempre le gustó el orden, así que fregó el suelo y sacudió los manteles. Sacó el hatillo, el que guardaba desde hacía tiempo para “cuando llegara la hora”, y lo organizó todo, incluso dejó notas para que nadie tuviera que buscar nada. Porque sin ella, nadie lo haría. Vendrían extraños a revolver sus cosas… Aunque, si alguien iba, sería Carmela, ¿quién más? Ella era su única amiga, casi como una hermana. Pocas quedaban ya de sus compañeras, y con los años, casi nadie la visitaba por el dolor de sus piernas. Pero Carmela aún tenía energía. No tardaría en llegar…
Lucía tomó un cuaderno escolar y un bolígrafo, y se sentó a escribir una carta.
“Perdóname, Carmela. Eres lo más cercano que tengo. Hemos vivido como hermanas… No lo cuentes a nadie, te lo pido… Es una vergüenza terrible. Ya no me dolerá cuando la gente hable, pero aún así te ruego… Llevo años mintiendo, incluso a ti, hermana, diciendo que mi hija es cariñosa, que no viene porque está enferma… Pero la verdad es que no sé dónde está. Creo que sigue viva, pero me dejó hace mucho. Y, por no sentir vergüenza ante los demás, mentí… a todos, incluso a ti… No esperes a mi hija, no la busques… Entiérrame junto a Alejandro, donde dejé el sitio reservado. La casa y todo lo que hay dentro es para ti. Tal vez a tus hijos les sirva de algo. No supe criar a mi hija… Es una vergüenza que me persigue. Y que se vaya conmigo a la tumba… Te lo pido, hermana…”
Lucía encendió bien la chimenea y la cocina, cerró el ti