Les contaba mentiras a los vecinos sobre su hija porque le daba vergüenza

Los vecinos del pueblo no conocían la verdad sobre su hija, por vergüenza. En el hatillo preparado para el funeral, entre las cosas de la difunta, había cartas… de su hija. Gala las sacó y las colocó bajo la almohada. Que se las lleve a la tumba, junto con… su terrible vergüenza.

De lo más real. Una vergüenza terrible.

Uliana siempre creyó en los sueños. No sabía por qué, pero así era. A veces, alguna de las mujeres del pueblo le contaba un sueño, y ella, tras pensarlo, les decía lo que significaba. Casi nunca se equivocaba. Sus propios sueños siempre los interpretaba para sí misma. Y además… ¡volaba en ellos! Soñaba que se elevaba sobre las casas y surcaba el cielo, tan real que le faltaba el aire. Un sueño en particular se repetía: caballos blancos con manchas grises tiraban de un trineo donde iba ella con Alejo, agarrando las riendas. Los caballos aceleraban hasta despegar hacia el cielo, dejándolos sin aliento. Soltaban las riendas y se agachaban, volando… Ese sueño lo tuvo muchas veces mientras Alejo vivía. Cuando él murió, siguió soñando con los caballos, pero él ya no tomaba las riendas. Solo sonreía… Le encantaba ese “vuelo” nocturno, aunque sabía que soñar con caballos era augurio de enfermedad… o muerte. Tras esos sueños, o le subía la tensión o le punzaba el corazón.

Aquella noche, volvieron a estar juntos en el trineo, pero ya no había riendas. Los caballos ascendían más y más, hasta las nubes. Sobre una de ellas, un angelito con alas les sonreía. “¡Luciana! ¡Mi Luciana!”, gritó Uliana en sueños tan fuerte que se despertó a sí misma.

“Es hora… Es hora de prepararme”, murmuró sin tristeza ni desesperación.

Siempre le gustó el orden en casa, así que barrió el suelo y sacudió los tapetes. Sacó el hatillo que guardaba desde hacía años para “el final”, lo organizó todo, incluso dejó notas indicando qué hacer con cada cosa. Sabía que nadie más lo haría. Extraños revolverían sus pertenencias… A menos que llegara Gala, su única amiga, casi una hermana. Pocas quedaban ya de sus compañeras de juventud, y con los años, casi nadie la visitaba. Pero Gala aún era ágil. Vendría corriendo.

Uliana tomó un cuaderno y una pluma y escribió una carta:

“Perdóname, Gala. Eres lo más cercano que tengo. Hemos vivido como hermanas… No lo cuentes a nadie, te lo pido, por mi terrible vergüenza. A mí ya no me dolerá lo que digan, pero aún así, te ruego… Mentí durante años, incluso a ti, diciendo que mi hija era cariñosa, que no venía porque estaba enferma… La verdad es que no sé dónde está. Creo que vive, pero me abandonó hace mucho. Para no sentir vergüenza ante los demás, inventé esa mentira, incluso para ti… No esperes a mi hija, no la busques… Entiérrame junto a Alejo, donde dejé el lugar. La casa y todo lo que hay dentro es para ti. Quizá a tus hijos les sirva algo. No supe criar a mi hija… Es mi gran vergüenza. Que se vaya conmigo a la tumba… Te lo pido, hermana…”

Uliana atizó bien la estufa, cerró la tapa de la chimenea y se acostó a dormir…

Gala notó desde la tarde anterior que en casa de su amiga no había luz, pero ¿cómo iba a imaginarse lo peor?

“¿Dejó alguna nota la difunta?”, preguntó el policía que llegó a registrar el fallecimiento de la mujer solitaria.

“No, no había nada… Nada… La soledad la consumió, eso fue todo…”, dijo Gala, apretando en el bolsillo la carta arrugada de su amiga.

* * *

Su Luciana fue una niña hermosa e inteligente. La única, la amada. Alejo, un ingeniero agrónomo casado, se enamoró de una campesina sin estudios. En aquella época, lo habrían despedido y expulsado del partido, pero por alguna razón, solo le dieron una reprimenda y… el asunto se olvidó. Con su esposa no tenían hijos, y ahora una jornalera le daba un hijo ilegítimo. Decían que el alcalde del pueblo también tenía sus “asuntillos”, así que ayudó a Alejo a divorciarse y casarse con Uliana. “Aquí no vamos a criar bastardos”, golpeó la mesa. La exmujer de Alejo se mudó a la ciudad y, según rumores, encontró a otro hombre. Ellos vivieron felices, criando a su hija… aunque no por mucho tiempo.

Unos caballos, como los de sus sueños, pero reales, trajeron la desgracia. Alejo volvía tarde del campo en bicicleta cuando, en la oscuridad, unos caballos lo arrollaron. El jinete estaba borracho y no lo vio. Si alguien lo hubiera encontrado a tiempo… Uliana esperó despierta hasta el amanecer. Lo hallaron al día siguiente… ya muerto. Podrían haberlo salvado. Así era el destino.

Hubo pretendientes para Uliana… pero ella no les hizo caso. Vivía solo para su hija. Y Luciana era su orgullo: estudiosa, talentosa en el canto y el baile, hasta llegó a actuar en el teatro regional. “¡Tiene suerte!”, decían. Y entró a la primera en el Instituto de Bellas Artes de Madrid.

Uliana no cabía de felicidad. Iba a visitarla, llevándole comida. El primer año, Luciana volvía a casa con cualquier excusa. Pero poco a poco se distanció. Empezó a ser grosera. Nada le parecía bien. Una y otra vez, Uliana llegaba a la residencia y su hija no estaba. Decían que tenía un novio extranjero. La echaron del instituto. Antiguas compañeras contaron que el extranjero la metió en las drogas. En el pueblo, eso era una vergüenza insoportable. Un año después, Luciana escribió: “Olvídame. No me busques. Tengo mi propia vida”.

Uliana trabajaba en los campos de remolacha, filas interminables donde agacharse para que nadie viera sus lágrimas cayendo sobre la tierra…

Un día, antes de la Fiesta de la Virgen, se armó de valor y les dijo a las mujeres: “Mi Luciana… se ha casado”. La semana anterior había ido a Madrid y al regreso confesó: “¡Fui a su boda! No dije nada para no dar mala suerte. Su marido es un hombre importante, viaja por el mundo. No veré a mi hija en mucho tiempo… ¡Pero os invito a todas!”.

Y cumplió. Como era tradición entre ellas, las mujeres celebraban con lo que tenían. Pero Uliana exageró: trajo conservas, embutidos que nadie en el pueblo había probado. “Mi yerno me los mandó”, decía. Claro, después del festín, todo el pueblo habló. De vez en cuando, Uliana “visitaba” a su hija en la capital. En realidad, vagaba por las calles, esperando encontrarla entre la multitud…

Con los años, los viajes fueron menos frecuentes. Luciana empezó a “escribir”. Uliana iba al pueblo vecino a recoger las cartas, por si se perdían…

“Siéntate, Gala, te leeré lo que me escribe Luciana”, presumía. “Querría venir, pero está enferma, pobrecilla… Ni siquiera tiene hijos. Su marido la consiente. Es generoso, hasta me envía regalos. ¡La semana que voy a recoger otro paquete!”.

Y sacaba del armario delicias que dejaban a Gala boquiabierta. Luego, esta corría a contarlo bajo la sombra de la tienda:

“¡Hoy comí jamón! ¡De ese que no llega al pueblo! ¡Se deshace en la boca! ¿Sabíais lo que es un yogur? ¡Pues Uliana

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Les contaba mentiras a los vecinos sobre su hija porque le daba vergüenza