En el pueblo, todos creían que Juliana tenía una hija ejemplar, pero era mentira. En el atadito preparado para su entierro, había cartas… de su hija. Carmelita las sacó y las puso bajo la almohada de la difunta. Que se las lleve a la tumba, y… su terrible vergüenza.
De lo más real. La terrible vergüenza.
Juliana siempre creyó en los sueños. Desde joven. A veces, cuando las chicas del corral contaban algún sueño, ella lo interpretaba. Casi nunca se equivocaba. Y los suyos siempre los descifraba sola. Además, ¡volaba en sueños! Se elevaba sobre las casas del pueblo y ¡al cielo! ¡Qué emoción! Un sueño en particular se repetía: caballos blancos con manchas grises tirando de un trineo, y en él, ella y Agustín agarrando las riendas. Los caballos aceleraban tanto que despegaban hacia el cielo. La emoción les cortaba el aliento. Soltaban las riendas y se agachaban en el trineo… volando… Ese sueño lo tuvo muchas veces mientras Agustín vivía. Cuando él murió, siguió “volando”, pero él ya no tomaba las riendas… Solo sonreía… Le encantaba ese “viaje” nocturno, aunque sabía que soñar con caballos podía ser augurio de enfermedad… o muerte. Después de “volar”, siempre amanecía con la tensión alta o un dolor en el pecho…
Aquella noche, volvieron a estar los dos en el trineo. Pero nadie lo guiaba. Las riendas habían desaparecido. Los caballos subían más y más, hasta las nubes. Sobre una nube, un angelito con alitas les sonreía. “¡Rosita! ¡Mi Rosita!”, gritó Juliana en sueños tan fuerte que se despertó.
“Es hora… Es hora de prepararlo todo”, se dijo en voz baja. Sin pena, sin desesperación.
En casa siempre le gustó el orden, así que barrió el suelo y sacudió los tapetes. Sacó el atadito que guardaba desde hacía años “para cuando llegara el momento” y lo organizó todo, hasta dejó notas indicando qué iba donde. Porque sin ella, nadie lo haría. Extraños rebuscando entre sus cosas… Aunque, ¿quién más iba a venir sino Carmelita? Era su única visita, su amiga y casi hermana. Pocas quedaban ya de sus compañeras, y con sus dolores de piernas, nadie más se acercaría. Pero Carmelita aún tenía bríos. Vendría corriendo…
Juliana tomó un cuaderno escolar y un bolígrafo y se sentó a escribir una carta.
“Perdóname, Carmela. Eres la más cercana que tengo. Hemos vivido como hermanas… No lo cuentes a nadie, te lo suplico, mi terrible vergüenza. Ya no me dolerá lo que digan, pero aún así te pido… Durante años les mentí a todos, y a ti también, hermana, diciendo que tenía una hija cariñosa, que no venía porque estaba enferma… Pero la verdad es que no sé dónde está. Creo que vive, pero me abandonó hace mucho. Y para no morirme de vergüenza, les mentí a todos, incluso a ti… No esperes a mi hija, no busques encontrarla… Entiérrame junto a Agustín, donde reservé el lugar. La casa y todo lo que hay dentro es para ti. Quizás a tus hijos les sirva. No supe criar a mi hija… Qué vergüenza tan grande. Y que se vaya conmigo a la tumba… Te lo pido, hermana…”
Juliana encendió bien la chimenea, cerró la trampilla del tiro y se acostó a dormir…
Carmelita había notado que en casa de su amiga no había luz esa noche, pero ¿cómo iba a imaginarse lo que pasaba?
¿No dejó ninguna nota la difunta? preguntó el guardia civil que vino a registrar la muerte de la mujer sola.
No, nada… Nada… La soledad la consumió, eso fue todo… dijo Carmelita, aprentando en el bolsillo la carta arrugada de su amiga.
* * *
Su Rosita creció hermosa e inteligente. Única y amada. Agustín, un agrónomo casado del pueblo, se enamoró de una sencilla campesina. Según las costumbres de la época, lo habrían despedido y expulsado del partido, pero por alguna razón solo lo reprendieron y… como que lo olvidaron. Él y su esposa no tenían hijos, y ahora una jornalera tenía un hijo ilegítimo del agrónomo. Decían que hasta el alcalde tenía sus trapicheos, así que ayudó a que se divorciara rápido y se casara con Juliana. “Aquí no vamos a criar bastardos”, golpeó el puño en la mesa. Su ex se fue a Madrid y consiguió un marido de ciudad, mientras ellos vivieron felices, criando a su niña… aunque no por mucho tiempo.
Unos caballos, parecidos a los de sus sueños, pero de carne y hueso, trajeron la desgracia. Agustín volvía tarde del campo en bicicleta cuando, en la oscuridad, unos caballos lo arrollaron. El jinete iba borracho y no lo vio. Si alguien lo hubiera encontrado a tiempo… Juliana esperó hasta el amanecer, sin pegar ojo. Lo encontraron al día siguiente… ya muerto. Podrían haberlo salvado, pero así fue su suerte…
Juliana tuvo pretendientes… pero nunca les hizo caso. Solo vivía para su hija. Y Rosita era su orgullo. Estudió muy bien. Hasta actuaba en el grupo de teatro no solo del pueblo, ¡sino de la comarca! Todos decían que tenía talento. Y suerte, además. ¡Entró a la primera en la Universidad Complutense de Madrid!
Juliana no cabía de orgullo. Siempre llevaba comida a su niña, iba a verla. El primer año, Rosita se alegraba y volvía a casa en cuanto podía. Pero con el tiempo se fue alejando. Hasta le contestaba mal. Se volvió irritable. Nada le gustaba. Juliana fue una, dos veces… y su hija no estaba en la residencia. Decían que había encontrado un novio extranjero. La echaron de la universidad. Excompañeros contaron que ese extranjero la metió en las drogas. En el pueblo ni sabían lo que era eso. ¡Qué vergüenza para una madre! ¡Terrible vergüenza! Un año después de no verse, Rosita le escribió: “Olvídate de mí. No me busques. Tengo mi propia vida”.
Juliana, arrancando remolachas en el campo, los surcos kilométricos, deseaba que fueran más largos aún para no tener que mirar a nadie a los ojos. Las lágrimas caían sobre las hojas verdes…
Una vez, antes de la Feria, Juliana se atrevió a decir a las mujeres del campo que su Rosita… se había casado. La semana anterior había ido a Madrid, y al volver confesó: “¡Estuve en la boda de mi hija! No dije nada para no tentar a la mala suerte. Encontró un hombre serio. Un alto cargo. Viaja mucho por trabajo. No veré a mi niña en casa. ¡No la veré! Pero os invito a todas a celebrarlo, ¡como manda la tradición!”.
Y lo hizo. Como era costumbre, las mujeres ponían de su parte. Pero Juliana se pasó. Trajo latas de atún, embutidos que sus amigas ni conocían. Decía que su yerno se los enviaba. Claro, después del festejo, todo el pueblo habló. De vez en cuando, Juliana “visitaba” la capital. Pero en realidad, vagaba por las calles, esperando ver a su hija entre la multitud…
Con los años, Juliana fue menos a “visitar”, y su hija empezó a “escribirle”. Iba hasta la capital de provincia a recoger las cartas, no fuera que se perdieran…
Siéntate, Carmela, te leo lo que me escribe Rosita presumía con su amiga. Querría venir, pobrecita, pero está enferma… Lástima que Dios no le dio hijos. Su marido la consiente. Es